Mikumiku
Por si no había pasado el suficiente frío, una catarata de agua le cayó encima desde una ventana con una fuerza que le pilló a contrapié y por sorpresa y casi lo derriba. Buscó con los ojos al artífice de aquella maldad y se encontró a las dos mujeres allí arriba, riéndose como niñas pequeñas. Por un momento Miku se enfadó por aquello, pero cuando comprendió lo absurda e infantil que era la situación, después de todo por lo que había pasado, llegó casi a esbozar una sonrisa.
Ella era así, no había cambiado. Cyliam podía convertir cualquier terrible prueba o castigo en un reto que hiciera sonreír a los participantes. Era capaz de despedir un halo de felicidad despreocupada que impregnaba todo de alegría aunque no tuviera sentido. El rubio recordó cómo había sido su examen para entrar a la Orde de Fisterra, hacía ya años. No había tenido que recitar complejas filosofías sobre la guerra y la caballería, ni vencer a temibles guerreros en combate. Su prueba había sido pintar unas rosas y perseguir a un conejo por los jardines. Su juventud de entonces no lo comprendió, pero más adelante supo qué virtudes estaban teniéndose en cuenta: delicadeza, perseverancia, valor e ingenio. Un hombre de armas sin aquellos valores no era más que un soldado.
Su esposa bajó, y sin permitirle abrir la boca le secó la cabeza enérgicamente. Recordó también las veces que la pelirroja le había sacado de agujeros negros que no parecían tener final. El ataque de los lobos, la enfermedad, las terribles pesadillas que le asaltaban de vez en cuando Siempre había estado a su lado para darle calor y alejar los demonios de la noche. Para saborear placeres prohibidos y disfrutar el uno del otro como si cada día fuera el último. ¿Cuánto tiempo hacía de aquello?
La amaba. La amaba tanto que le dolía más que el frío y las heridas. Tenía en mente dos palabras que ansiaba decirle, que no había pensado que tendría la oportunidad de repetir. Pero no podía decirlas, no tenía el valor. De nuevo la siguió al interior de la casa y hacia la habitación. Al parecer iban a curarle las heridas. Él no era capaz de distinguir si acaso había alguna que requería atención urgente o presentara algún aspecto grave, se había acostumbrado a ellas y sabía por experiencia que con reposo sanarían, dejando escritos sus recuerdos.
Se dejó caer en la cama obediente, silencioso, y se quedó mirando el techo pensativo. En cierto momento empezó a notar ungüentos y el tacto de vendas húmedas, pero no llegó a verlas porque el cansancio le pudo. Aquella cama era tan cómoda que no tuvo ni que cambiar la postura para, tal cual estaba, quedarse a merced de un sueño profundo.