Faitai
La criada había aprendido mucho en los últimos meses. Desde el día en que su padre la dejara a cargo de la casa Espinosa y di Véneto, se había convertido en una joven mujer de muchas habilidades. Junto a Wallada, a la que trataba con mucho respeto, había conocido artes como la costura y la cocina. Escuchaba cualquier palabra con avidez y obediencia. Nada tenía que ver aquella grande y segura casa de piedra con los cuidados que necesitaba un campamento ambulante. Las letras castellanas la habían hecho sentir vergüenza al verse a un nivel aún más bajo que los pequeños de la familia, pero poco a poco iba dominando las figuras y disimulando el marcado acento de su tierra de origen.
Pero por más que pronunciara como un vallisoletano de toda la vida siempre notaría las miradas curiosas de los nativos. La piel oscura, casi negra, era sorprendente para muchos tan en el interior de la meseta, y la figura de su raza y labios carnosos provocaban más comentarios de lo que le gustaría. Y sin embargo, era feliz de poder llevar una vida tranquila en aquella ciudad. Sin nubes de polvo, camellos apestosos o carromatos incómodos de suministros varios. Puede que simplemente fuera una sirvienta de una casa noble, pero la trataban como si fuera parte de la familia. Siempre había algo que hacer, aprender o descubrir.
Hacía unos días que Miku, el guerrero que había viajado con ellos hasta Granada tiempo ha, se había marchado a la guerra. Su ausencia era evidente en las labores domésticas, que veían reducidas las cantidades de ropa sucia y comida a preparar diariamente. También había más silencio por las noches, y las camas y baños necesitaban arreglo mucho menos a menudo. Faitai se preguntó si debía haberle acompañado, pero él había insistido claramente en que el bienestar de la casa fuera la mayor prioridad; La africana tampoco estaba segura de que el ejército hubiese sido buen lugar para ella. Se preocupaba, sin embargo, de si la pelirroja soportaría bien aquello. No era lo mismo, y su señora era una mujer muy fuerte, pero tras escuchar de Wallada lo que habían sufrido en el pasado no quería dejar que los ánimos decayeran.
- ¿Mi señora? ¿Puedo pasar? Era ya tarde, y los pequeños ya estaban bien arropados en sus lechos. Acumulando un poco de valor entró en la habitación de la vizcondesa, algo ruborizada. - ¿Está todo bien? Me preguntaba si el correo trajo alguna novedad
No sabía cómo continuar. Notaba las mejillas ardiendo, aunque el sonroje cálido no pudiese ser percibido en ellas. Se le escapó una sonrisa inocente, ingenua, y se acercó para sentarse al lado de Cyliam. Era la primera vez que se atrevía a actuar con tanta confianza, normalmente sin atreverse a salir de segundo plano. Al no encontrar resistencia avanzó con cuidado, llevando las manos hacia la espalda de la mujer para dibujar un leve masaje.
- Quiero servíos en cualquier cosa que necesitéis. Wallada me ha enseñado a jugar a las cartas, os prometo que no me dejaré ganar. Si queréis hablar, o dar un paseo, sería feliz de acompañaos. También puedo arreglar la casona del bosque. Incluso, incluso Continuó en voz baja. Esta vez seguro que fue visible su timidez, los colores venciendo al tinte natural de sus mejillas. Puedo haceros compañía si encontráis la cama fría por la noche.