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Sierras de Odio

--_martin_


Tras salir del Palacio Ducal sin ser vistos, Arangil de Gormaz y Martín Díaz se dirigieron a la plaza más cercana. Vestían con trajes y capas corrientes, de telas vulgares, como siempre que iban a algún sitio donde no querían ser reconocidos.

El día soleado y el paseo pusieron de buen humor a Martín. Se encontraba a gusto con el de Gormaz. Se habían conocido hará muchísimos años en tierras andaluzas, estando Arangil bajo la tutela del Conde de Niebla y Martín siendo un caballerizo. Ambos disfrutaron juntos de la vida entre mujeres, borracheras, estudios y desafíos.

Tras varios años separados, Martín viajó a Aragón y se puso inmediatamente al servicio del de Gormaz. Su relación era muy clara: Arangil ordenaba y él ejecutaba, sin discutir nunca, ni aconsejar. No era corruptible, ya que pertenecía a aquella clase de personas que elegían una sola vez. Servir al Duque le procuraba emociones y un respeto que deseaba.

Arangil


Arangil se contagió del buen humor de Martín, recibiendo éste una sonrisa de los labios del de Gormaz. Aquellas aventuras de incógnito lo excitaban sobremanera. En cambio, se aburría con la monotonía palaciega y las disputas políticas, entre envidiosos, mal pensados, interesados y aduladores sin vergüenza.

Caminando ambos por la villa, se acercaron a una vendedora de dulces y bollos. La vieja cocinaba el pan en las brasas. Ofreció uno a Díaz mostrando una sonrisa sin dientes.


Comed, señor, dentro lleva queso. Es bueno a pesar de que las bestias cuentan con poca hierba con que pastar y su leche parece más agua que otra cosa... El grano, además, no es el de siempre.

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--Conrado_saez


Mientras tanto, en otro lugar...

Conrado escribía apresuradamente en un pergamino viejo y desgastado, con letra no muy cuidada y desdeñada. El documento presentaba tachones y manchas de tinta por doquier, lo que le daba un aspecto de dejadez no muy típica en Conrado. Tenía prisa, poco tiempo y el tiempo era oro.

Terminó de escribir la carta y la cerró, poniéndola dentro de un sobre. Guardó la carta en su bolsillo y cogió una bolsa que había sobre el escritorio. Revisó que llevara lo necesario y salió de la estancia. Recorrió las calles con premura, observando la gente que circulaba a su alrededor, fijándose en cada cara, en cada forma, en cada movimiento.

Lo vió. Allí estaba el hombre. Se acercó a él y le entregó la carta, junto con un papel que le habia dado con la otra mano. El hombre asintió y guardó el sobre, extendiendo luego la mano. Conrado puso en ella dos monedas de plata.

-Tienes en la hoja toda la información que necesitas. Asegurate que llega en perfectas condiciones a su destino. Vete, rápido. -Dijo Conrado al hombre.

Luego y sin darle la espalda Conrado retrocedió, hasta ver marcharse al hombre y luego volvió con normalidad, aunque siempre atento al lugar donde había estado anteriormente.

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--Seberino_saez


Esa misma mañana, horas después, en Caspe...

Una carta había llegado al Palacio de Mequinenza, al parecer era importante.

Eso era lo que le habían dicho a Seberino. En esos momentos el Mayordomo del Ducado de Caspe iba a buscarla. No sabían de quien era, porque no tenía sello alguno ni el hombre había querido decirselo. Seberino acudia a buscarla porque el mensajero había pedido expresamente dársela en persona a Seberino, alegando que solo él debía leerla.

El ex-militar aragonés cruzó los pasillos de Palacio hasta la sala de recepción de los invitados, donde un hombre estaba custodiado por dos soldados de la Guardia de Palacio. Seberino examinó al mensajero. Un hombre corpulento, de pelo largo y castaño, desaliñado, de unos treinta años, al parecer, con una vida complicada. La barba de su cara se veía interrumpida por más de una cicatriz. En sus brazos podrían apreciarse también alguna. Probablemente fuese un matón, quien sabe. Seberino buscó con su mirada si el mensajero llevaba armamento. No vió nada. Confiaba en que los guardias le hubieran cacheado al entrar, pero siempre se quedaba mas tranquilo si lo examinaba él mismo, aunque fuera solo viendo su apariencia, catalogando su peligrosidad.

-Yo soy Seberino. -Dijo el Mayordomo. -Me han dicho que teneis una carta para mí.

El hombre receló de darle la carta. Una voz ronca surgió de sus labios.

-Me ha dicho que os hiciera una pregunta antes de entregaros la carta y me dio la respuesta. -Dijo el hombre, toscamente. -Pregunta si volveríais.

Seberino no lo dudó.

-No. Traicioné a Aragón porque él me traicionó a mi antes. No, no volveré.

El hombre extrajo la carta y se la entregó. Seberino la cogió y se dió la vuelta. Rápidamente encauzó los pasillos que le llevaban a su despacho. Allí procedió a abrir la carta. Sintió un escalofrío al leer las primeras lineas.

Cita:

    Si has recibido esta carta, significa que el mensajero ha llegado y que respondiste lo que esperaba de ti. Sé que hablarias de Aragón, anque no era eso lo que preguntaba. Lo de Aragón lo entiendo mil y una veces, de verdad.

    Sé que tendrás muchas preguntas que hacerme y yo necesito hablar contigo, de urgencia. Hay ciertas cosas que requiero explicarte lo antes posible y creeme, son importantes que las sepas. Entonces, y cuando te lo haya explicado todo, podrás formularme las preguntas que creas convenientes. Estaré encantado de responderlas, recordando los viejos tiempos.

    Te espero. Si decides volver a casa, acude dentro de dos días a Híjar. Te esperaré en la puerta de la muralla, supongo que sabrás reconocerme.


    Tu hermanito pequeño que te quiere,


Seberino cerró la carta. Su hermano había muerto, hace años, en la guerra de la Independencia catalana. Ahora le escribia. O era un impostor muy bueno o su hermano jamás había estado muerto. Quiso aferrarse a lo segundo.

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--_martin_


Martín ofreció unos escudos a la mujer y dio un bocado al bollo.

¿Cómo es que el grano no es el de siempre, mujer?

Sois forasteros, ¿eh? Ahora el grano bueno se lo comen los ricos señores y los soldados, ¡verdugos de un mundo de ladrones! ¡Esos cerdos nunca se sacian! Nosotros, pobrecillos, nos tenemos que apañar con esto de aquí... Indicó un saco de harina oscura junto a sus pies. Yo digo que si nuestro duque lo supiese... ¡Pero coged uno también vos! Ofreció un bollo al de Gormaz. Los negocios se hacen mejor con el estomago lleno.

Arangil


Arangil hizo una señal para despedirse y cogió a Martín por debajo del brazo para alejarse hacia otro banco sin dejar de masticar. El griterío de la plaza era altísimo. Músicos y charlatanes se esforzaban por ver a quien se oía más. Algunas rameras se contoneaban de un lado a otro buscando clientes entre las ocas y las gallinas. Debajo de un pino algunos jugadores de dados discutían en voz alta, mientras un vetusto astrólogo invitaba a quienes se acercaban a entrar en su tienda para predecirles el futuro.

Curioso por saber, el de Gormaz entró en la tienda y aguardó a que el viejo le revelara su carta astral.

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Arangil


A la hora de vuestro nacimiento el Sol estaba en la casa ascendente, la Luna en la séptima, Marte en la décima, Júpiter en la cuarta...

El astrólogo se detuvo levantando sus ojos color ámbar hacia el rostro expectante que tenía ante él.

Continua... Ordenó el de Gormaz.

El anciano dejó escapar un suspiro imperceptible antes de volver a hablar. Sus profecías fluían sin interrupciones, dibujando un porvenir glorioso.

No es suficiente... Declaró Arangil impasible. Quiero saber más. Quiero conocer mi fin.

El astrólogo bajó la mirada. No podía dudar, tenía que decidir en un instante. Hurgó en su zurrón y extrajo una baraja de tarot. La abrió y eligió una carta.

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Arangil


Tomad, Duque de Híjar. Dijo mientras se la mostraba. Y utilizadla como si fuese un talismán. Os protegerá de las insidias de vuestros enemigos.

Terrible e inexorable, el arcano de la muerte miraba fijamente al de Gormaz.

Todos moriremos algún día, viejo. Dijo el duque con una sonrisa irónica y sin manifestar exteriormente la sorpresa que le produjo haber sido descubierto. Y todos tememos a la guadaña. Lo que quiero saber es cuándo y cómo me alcanzará.

El astrólogo meneó la cabeza antes de asegurar con su acento vasco.

No tengo esa respuesta.

El de Gormaz lo escrutó durante largo tiempo con ojos severos, pero el anciano no mudó su expresión indiferente.

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Arangil


Arangil se levantó, cogió la carta y la metió en la casaca. Sus pasos sonaban sordos mientras abandonaba la tienda, iluminada por la tenue luz de una vela, envuelta entre la oscuridad. Solo entonces el astrólogo se dejó caer en la silla. En las estrellas estaba escrito el trágico destino de aquel hombre. Él lo había leído con claridad, pero no se lo había dicho. Le había engañado.

Es un farsante, Excelencia. Como todos los de su calaña. Susurró Martín restando importancia a lo acontecido en esa tienda.

Sin embargo adivinó mi identidad. Sigamos con el paseo. Ultimó el de Gormaz dando por finalizado ese tema.

En una esquina de la plaza, a la sombra de la muralla, se había improvisado un cuadrilátero donde luchar. Una cuerda tensa por cuatro palos delimitaba la zona de la lucha y alrededor, un grupo que daba voces incitaba a los atletas. Arangil y Martín se acercaron.

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