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[RP] Graciana y yo

Taresa


En la composición había varios ángeles. Generalmente, si no se trataba de los protagonistas del cuadro, simplemente eran figuras de repertorio: nada más que exponentes de belleza idealizada, sin más meta que el adorno, y que no requerían gran atención. Pero uno de ellos iba a ser distinto.

Tenía varios bocetos a su disposición para terminarlo, pero aún así la cabeza, el corazón y la mano se aliaban para complicarle la tarea. Había decidido que no le endulzaría los rasgos, pero bajo la luz del recuerdo, no sabía si por cariño, piedad o regusto estético, el rostro de la niña acababa siendo más bonito de lo que había sido. Otro problema era el hecho de que en ninguno de los esbozos sonreía: en realidad, Graciana pocas veces lo hacía; aún recordaba los esfuerzos que había tenido que hacer para conseguirle una sonrisa. Quizá fuera mejor dejarla así, seria, como era ella.

¿Y quién era Graciana? Todo había empezado unos meses antes...

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La_graciana


La niña miraba con ansia el pedazo de pan sobre el mostrador. No entendía muy bien por qué tenía que estar sentada en aquella postura, y se comenzaba a inquietar. Menudo trabajo más raro. No tenía nada de gracia estar tanto tiempo inmóvil, encerrada bajo un techo, pero le habían prometido comida como pago y por eso merecía la pena.

Bueno, merecía la pena… si al final se la daban. La gente no solía hacer lo que prometía: casi siempre lo que acababan dando era un escobazo o un golpe con la mano vuelta, y eso cuando no llamaban al alguacil. Cuantos menos tratos hubiera que hacer, mejor; cuanto menos tiempo se quedara en un lugar, mucho mejor; cuanta más ventaja tuvieras sobre el otro, muchísimo mejor.

-No bajes la cabeza, por favor… Antes estabas muy bien - decía la señora mientras movía el brazo haciendo ruidos como de raspaduras sobre los papeles que sostenía. -¿Te cansas? Si te fatigas, dilo -sí, claro, se lo iba a decir, para que la llamara vaga y le quitara su pan. Estiró más la barbilla y casi sin sentir se deslizó mentalmente al interior de su cabeza, como un caracol dentro de su concha… pero el parloteo de la señora no hacía más que molestarla y sacarla de su ensimismamiento.

-Entiendo que no te guste estar todo el tiempo en una postura, seguro que preferirías estar por ahí corriendo y saltando… Pero sólo será un poco más, hasta que termine este boceto. Luego, si quieres, te lo enseño. Creo que no ha quedado mal, pero bueno… no estaría bien que lo dijera yo. ¿Cómo te llamas? Es para apuntarlo. Pero bueno, qué mala educación, sería mejor que yo me presentara antes: me llamo Taresa. ¿Te gustaría ahora decirme tu nombre? –la niña dejaba que todas las frases se perdieran en el aire. La gente que intentaba ser simpática y amable solía ser la peor: sólo servía para que te confiaras, y una vez que te tenían se comportaban igual que el resto. Qué les importaba nada de ella. -Ya está… ¡oh, vaya! -un ruido metálico la asustó, y volvió la cabeza como un animal al escuchar el crujir de las hojas. Un líquido negro manchaba el piso mientras se deslizaba fuera de un pequeño recipiente, cuya tapa rodaba un palmo más atrás. -Siempre se me olvida que la bisagra está rota -suspiraba la señora mientras se limpiaba la mano con un trapo. -¡Vengo en un momento! -dijo, y desapareció tras una cortina.
Taresa


La niña había aparecido, y por fin había podido sentarse para pintar. En realidad, casi había perdido la esperanza de que se presentara: el primer día, cuando se lo dijo, había echado a correr; el segundo, cuando le había entregado el trozo de pan para ganarse su confianza, se había acercado, lo había agarrado… y se había escapado otra vez a la carrera. Le pasaba por tonta, pero aquella vez se había asegurado de que el pan lo recibiría después, y no antes de haber posado.

Trabajar con modelos improvisados era una cosa rutinaria: la mayoría no pasaban a ningún trabajo formal, sólo como esbozos, pero le servían para practicar igual que las naturalezas muertas. Solía llamar a vecinos, parroquianos, mendigos de paso… cada rostro diferente era un ejercicio de atención y agilidad, y generalmente en cuanto veía a alguien sabía si quería pintarlo o no: no tenía que ver con la edad o la belleza, sino con una especie de reto. La mayoría no entendían para qué les necesitaba, pero nadie decía que no a un plato de comida o unas monedas: sólo había unas gentes más reacias que otras a posar ante el carbón o la pluma. Había pensado que aquella chica era un caso perdido… pero al final había aparecido a la hora de cerrar. Taresa se había puesto tan contenta que acabó despachando de cualquier manera a los últimos clientes, dejando las últimas monedas sobre la caja y la panadería a medio limpiar.

Le echó una mirada a la niña por encima del cuaderno: no parecía compartir su entusiasmo, desde luego. Era como contemplar una cáscara vacía; hubiera preferido que siguiera teniendo aquella mirada esquiva, de animal silvestre, que le había dirigido la primera vez. Por lo demás, siendo objetivos, era una criatura flaca y bizca, de piel cetrina y con un nido de pájaros por pelo. Su edad tenía que estar en algún punto entre los seis y los cien años; Taresa calculaba que se acercaría más a la primera cifra que a la segunda, pero era sólo una suposición.

Como la necesitaba allí con ella, en cuerpo y alma, se dedicó a hacerle preguntas; además, de alguna manera era la anfitriona, ya que estaban en su panadería, y tenía que ser agradable. Nada funcionaba, pero como Taresa se sentía más cómoda hablando –la mayoría de las veces de más, todo sea dicho-, seguía con la charla, sin darse por vencida. “No me quiere dar el nombre” pensó, “tendré que poner bajo el boceto: niña hosca y fea”. Inmediatamente se regañó a sí misma: “Y bajo el tuyo tendrían que escribir: pintora estúpida y vulgar. Hace sin rechistar lo que le has pedido y por lo que le pagas, no le pidas más”.

Ya casi había acabado la sesión, pero cuando alargó la mano hacia el tintero para agarrarlo por la tapa, éste se cayó al suelo. Hacía semanas que la cajita metálica se había roto, pero formaba parte de un juego de escritura y le tenía cariño. Se levantó y entró a la casa corriendo a por algo para limpiar, pero cuando volvió la panadería estaba vacía. Ni niña, ni pan… ni monedas sin guardar sobre la repisa.

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La_graciana


Y bien, la señora había dicho que ya estaba, ¿verdad? En cuanto se quedó sola, la chiquilla saltó del asiento como movida por un resorte y se estiró como un gato. Aquellas cuatro paredes, después de tanto tiempo entre ellas, parecían cernirse sobre ella para asfixiarla.

Se acercó hacia el mostrador saltando el charco negro, y contempló otra vez el pan con ojos hambrientos. Estaba allí, al alcance de su mano, y podría decirse que ya era suyo, se lo había ganado. Al fin y al cabo, había cumplido con su parte. ¿Cuánto tiempo habría estado allí sentada? Siendo sincera, al menos a techo se estaba caliente a aquella hora de la tarde. Aquel marzo de vientos helados había azotado la meseta, alargando el invierno, y ella, como los pájaros de los campos y los aleros, se dormía tiritando por las noches buscando como podía el abrigo de las tapias.

Estiró la mano, tomó el pan y se lo acercó a la boca con ansia. Pero allí estaban, se dio cuenta al mover ligeramente la cabeza, al lado de aquel barullo de papelajos. La caja de la panadería, anclada firmemente a su soporte, estaba cerrada: no necesitaba siquiera comprobarlo. Pero varias monedas brillaban sobre ella, huérfanas de guarda y vigilancia: la estaban esperando. Graciana simplemente no tenía conciencia de que tomarlas estuviera mal, lo hacía constantemente, lo único que había que evitar era que la pillaran. Ella sólo sabía que servían para conseguirlo todo en el mundo, y que ella no las tenía pero quería tenerlas. Y aquella señora era rica, seguro que dentro de la caja tendría muchas más y no las echaría de menos. Y si no, que las hubiera guardado bien.

Con un rápido movimiento, las tomó y enfiló la puerta de la panadería. La raquítica tarde se acababa, y si con suerte encontraba un pajar abierto podría contar sus ganancias a salvo, pensó mientras corría calle abajo buscando una de las puertas de la muralla. El corazón le golpeaba contra el pecho a toda velocidad, pero no escuchaba gritos ni pasos tras de ella, y miró hacia atrás con tan mala suerte que se le escaparon dos sombras que daban la vuelta a la esquina.

-Vaya vaya, ¿qué tenemos aquí? -una mano enorme le sujetó el brazo. Pataleó, dio cabezazos, intentó morder, pero la mano siguió firme. No podía hacer mucho más sin soltar el pan y las monedas, y las otras manos le obligaron a abrirlas.

-Es esa raposa, la mancebilla vagabunda que lleva una temporada por aquí, te lo dije. ¿De dónde has robado esto eh? -uno de los dos hombres le obligó a mirarle a los ojos pellizcándole con fuerza la barbilla. Si sus voces eran amenazantes, sus miradas rebosaban venganza. El hombre alzó la vista y observó la puerta abierta, varias casas más arriba. -La tahona. Vas a ir a devolver lo que has robado, rata, y luego al alguacil para que te ponga con la gente de tu calaña.

-Eso es gastar dinero del ayuntamiento: al extremo de una soga debería estar. Son ratas desde que nacen y te lo digo yo que nunca escarmientan, hay que cazarlas antes de que se hagan gordas y nos asalten por los caminos. ¿Para qué sirven los juicios? Del pino más alto los colgaba yo a todos, y acabábamos en diez minutos – y así entre estos comentarios, la llevaron a rastras otra vez hacia la panadería.
Taresa


Era habitual: cuando se quedaba atónita, no era capaz de reaccionar a tiempo como todo el mundo. Estaba con el trapo en la mano, mirando como una tonta el taburete, la caja y la puerta de forma alternativa, sin acabar de hacer nada, cuando aquel grupo de gente entró a la panadería. A los dos hombres los conocía de vista: eran gente que tenía casa y hacienda en el pueblo, aunque no trataba mucho con ellos. Con un gesto brusco colocaron entre ambos a la chiquilla, que no levantaba la cabeza y parecía estar en aquella habitación sólo en cuerpo. El más alto… ¿García, se llamaba? ¿Por qué tenía que tener tan mala memoria? En fin, el más alto carraspeó, se estiró un poco y dijo:

-Buenas tardes, señorita. Hemos cazado a esta ladrona merodeando por aquí, y creemos que esto es vuestro. ¡Enséñaselo, niña!-la empujó y la niña abrió las manos con el trozo de pan y las monedas. Taresa iba a hablar, pero el hombre parecía determinado a desahogarse -Esto es una vergüenza, no tenemos bastante con que nos asalten por los caminos impunemente, que ya entran por aquí como Pedro por su casa. Con el frío bajan como los lobos del monte a cercarnos en nuestros hogares. A mí ya hace una semana que me andan desapareciendo huevos del corral, pensaba que eran los zorros, pero ya me dijeron que era un zorro de dos patas… ¡Pues a pudrirse en el calabozo tiene que ir, bastante buenos somos! -el otro asentía a todo lo que él decía, y zarandeaba a la niña. -Otro escarmiento habría que darle… ¡público, para que aprendiera!

Como siempre que la gente hablaba tan acalorada, a Taresa le costaba hacerse una idea de lo que estaban diciendo. Bueno, era verdad que le había robado aquellas monedas… pero no entendía qué tenía que ver una raterilla que robaba unos pocos denarios y huevos con los bandoleros que asaltaban caminos. ¿Era el calabozo lo que ella necesitaba? Conocía al alguacil, era un buen hombre y a la niña no le iba a pasar nada; pero cada vez tenía mayor convencimiento de no dejarla en manos de aquellos dos, ni los perros se merecían esa suerte.

El hombre cada vez arreciaba más en sus ataques, hasta el punto de que ella misma empezaba a asustarse. Veía a aquellos dos hombres, ciudadanos honrados de la villa, clientes habituales, que tenían atrapada a una niña ladrona entre sus zarpas, una niña pequeña, y habían venido a que le devolviera todo… pero también a lucir su captura. Hablaban de ladrones, pero no habían ido a la intemperie a limpiar de bandoleros los caminos, que esos eran demasiado grandes y podían revolverse, sino que habían cazado a una criatura hambrienta en medio de la calle. Aquella niña era un ratón entre dos comadrejas, un ratón igual que ella, sólo que Taresa estaba al otro lado pagándose toda la seguridad que se podía permitir. Buscó la mirada de la chiquilla para tranquilizarla, pero seguía con los ojos clavados en el suelo, aparentemente ajena a todo. Si fuera una niña normal, si llorara, no lo hubiera dudado un instante. Pero el problema era que no se comportaba como los niños normales: no podía ver rastro de inocencia en ella.

-Señores… -empezó, un poco nerviosa, como si la que hubieran atrapado fuera ella y no la niña. El hombre seguía hablando, cada vez más furioso, así que tuvo que alzar la voz para callarlo. -Señores, esta niña ha estado aquí, sí… pero el pan y las monedas se los di yo como pago por haber posado para mí -tomó las hojas del mostrador y se las mostró. El pan era verdad, el único añadido eran las monedas… ¿contaría como mentir? ¿Tendría que hacer penitencia el domingo? “No sé si es lo correcto… pero algo tengo que hacer”. -Así que supongo que no hay nada más que hacer, siento que os hayáis tomado tantas molestias…

Pero aquellos dos hombres no se iban a dar por vencidos. Tenía que habérselo figurado, su caso no era más que una excusa, y la niña ya había sido marcada como chivo expiatorio por la seguridad del pueblo.

-Me alegro que no os haya robado nada, señorita -su voz no dejaba traslucir que se hubiera alegrado nada. -Pero… ¿y mis huevos? ¿Y todas las cosas que andan faltando estos días? No podemos dejar que siga rondando por aquí, yo entiendo que sois mujer y os ablandáis fácilmente, pero esto no es una niña, es una sabandija, ¡como las que andan fuera!, sólo que más pequeña. No podemos esperar a que crezca…

-Y… ¿y tiene pruebas de que los huevos los robara ella? -“¿y por qué no puedo estarme calladita? Ella está mucho más tranquila que yo, si parece que no estuviera aquí”. No, claro que no las tenía, sólo le habían dicho que andaba rondando por allí. Taresa no era tan tonta como para no imaginarse que había muchas posibilidades de que fuera verdad, y la autora del robo fuera ella, pero cada vez estaba más convencida de que no se iba a solucionar nada por aquel camino. -Si no tenéis pruebas, no hay caso. Eso os lo digo yo y os lo dirá el alguacil.

-Todo esto es muy bonito, pero… ¡no la podemos dejar suelta! Hay que echarla de la ciudad, al menos, ¡que no vuelva a entrar! -el cielo cada vez estaba más oscuro fuera de la puerta, y un viento frío cruzaba el umbral y azotaba las ropas de los presentes: iba a ser una noche gélida, no quería imaginarse aquel cuerpecito perdido en medio del campo sin abrigo. Dentro de la ciudad aún tenía posibilidades, fuera no: casi hubiera sido mejor que pasara la noche en el calabozo. “Cada vez lo haces mejor: llegas a ser abogada de Christos y lo crucifican dos veces… uy, con perdón.”

-No, no, eso es una crueldad… ¿No podría llevarla yo al hospicio? Para eso están los hospicios, para los niños sin hogar…

-Los niños osmenses sin hogar… esta niña no es de aquí, no tiene derecho –y era verdad. Se iba quedando sin soluciones.

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La_graciana


Cuando la atrapaban y no veía ninguna vía de escapatoria, lo mejor era rendirse. Había siempre quien le daba golpes por resistirse, y luego otros se los daban simplemente porque veían que le dolía: si afectaba indiferencia, generalmente se olvidaban de ella y se llevaba menos. Así que allí estaba, mirando el suelo de tierra apisonada e intentando no pensar en la manaza que se le clavaba en el hombro de vez en cuando. A lo mejor si no pensaba y aguantaba el chaparrón, todo pasaría lo más rápido posible: la señora la denunciaba, la llevaban al alguacil si no conseguía zafarse antes, allí verían lo que hacían con ella…

Un momento: la señora había dicho que le había dado el dinero. ¡Pero eso no era verdad! Dio un respingo que sólo percibió el hombre que la estaba tocando, quien aprovechó para apretar su tenaza. Graciana no entendía nada, ella había robado el dinero… ¿por qué iba a decir eso? ¿Qué quería hacer?

Pero ya la conversación se iba por otros derroteros: saltaban de una cosa a otra, hablaban de pruebas, de echarla de la ciudad… Bueno, quizá pudiera llegar al cementerio antes de que cerraran las puertas. La noche que pasó bajo el alero de un mausoleo no había sido la mejor de su vida, pero allí estaba para contarlo. ¡Pero no! ¿Por qué querían llevarla a un hospicio? ¡Eso era peor que la cárcel! Ni hablar, antes se tiraba del tejado que dejar que la metieran en un sitio así. Sabía de niños a los que habían atrapado y encerrado allí… y era la última noticia que había tenido de ellos. Menuda bruja, la señora.

-Señorita, creo que se nos está haciendo tarde. Si vos no tenéis nada que denunciar, nosotros sí. Así que vamos camino de la prefectura antes de que cierren-cortó el hombre que llevaba la voz cantante, y el otro la empujó en dirección a la puerta.

-¡Un momento, por favor! Yo… yo ¡me puedo hacer cargo de ella! –dijo la mujer, con voz desesperada. -Se puede quedar aquí, garantizaré…

Los hombres se rieron, no muy groseramente pero lo hicieron.

-No os merecéis un problema tan grande, de verdad. Dejádnoslo a nosotros.

Y así salieron a la calle, donde las sombras iban lentamente arrastrándose por paredes y pavimentos, envolviendo las tres figuras hasta llegar a la oficina del alguacil, señalada con un farol solitario. En todo el recorrido, que fueron caminando a buen paso, la tuvieron bien vigilada: no eran tontos.

Ya dentro empezó otra vez todo: los hombres hablando, ella agachando la cabeza. Todo aquello era como la nieve o las tormentas: cuando llegaban, o encontrabas un sitio para refugiarte o esperabas pacientemente a que escampara.

-¿Pruebas del delito? -a los hombres se les notaba mucho más apaciguados allí dentro; protestaron varias veces ante ciertas negativas, incluso usaron palabras raras como “contribuyentes”, que no entendía, pero en general sabían que estaban llevando las de perder. El alguacil acabó ordenándoles que se marcharan y la dejaran allí, cosa que hicieron de mala gana. Graciana acabó aparcada en un banco, junto a la puerta, donde pasó un par de horas abandonada de todos hasta que el hombre decidió cerrar y marcharse a su casa.

-¿Y tú qué haces aún aquí? ¡Vete y que no te vuelva a ver más!

Las mejores frases que había escuchado en su vida: salió por la puerta entreabierta como una centella, y no fue hasta la altura del ayuntamiento cuando se puso a pensar lo que iba a hacer. Durante la carrera no había notado el frío, pero ahora sí; era como si unos dedos helados y muertos le atravesaran la ropa y quisieran llevarla con ellos a donde no había luz, ni comida… No, se negaba a ir allá: no había recorrido tanto camino como para hacerlo. ¿Dónde pasar la noche? Tenía miedo de encontrarse otra vez con aquellos dos matones, así que no podía quedar muy expuesta.

Entonces la recordó, a la señora. A última hora, ella se había ofrecido. “Pero lo dijo por quedar bien. Y antes había hablado de un hospicio”, pensó. Bueno, pero podía aprovecharse del ofrecimiento, el no ya lo tenía, y además ya había visto lo despistada e inútil que era aquella mujer: no sería tan difícil pasar la noche y luego escaparse si la cosa se ponía fea.
Taresa


Con la escoba en la mano por si acaso y parapetada tras la madera, Taresa descorrió el cerrojo de la puerta. Afuera estaba ya negro como la boca de un lobo, claro que a ver quién es el guapo que se encuentra a un lobo con la boca abierta y se entretiene mirándole las fauces. Después de un primer vistazo, la oscuridad fue cobrando forma y un pequeño bulto tembloroso apareció en el umbral. La muchacha reconoció a la niña por el cabello enmarañado, y tiró de ella hacia el interior de la casa para después cerrar.

-¡Pero… pero tú qué haces aquí! –la acercó a una lámpara de sebo que había dejado sobre el mostrador y que dejaba en penumbra la tahona, y se agachó para quedar más o menos a su altura. La chiquilla tenía el mismo rostro insensible de siempre, no sabía cómo lo hacía, pero desde allí podía verle los ojos: no era una mirada fácil de sostener. -¿Te han dejado libre? –la niña asintió. Ni se molestó en pedirle un relato detallado; si había alguna forma, ya no de que hiciera una relación completa, sino de que dijera una frase entera, ella aún no la conocía. -¿Y no tienes dónde ir? -negación. “Yo también, menudas cosas pregunto…”

Se dio cuenta entonces de la frase que había pronunciado cuando se fueron: había dicho que podía hacerse responsable de ella. Lo había hecho a la desesperada, temerosa por la integridad de la niña. Después de aquello había pensado en seguirles, luego se había recriminado a sí misma por querer meterse donde no la llamaban, y así alternativamente, pasando los primeros momentos de la noche en una acalorada discusión interna. Que alguien le explicara cómo podía la gente vivir sin ahogarse en un mar de dudas… Al final había decidido esperar a la mañana siguiente para hablar con el alguacil, pero estaba visto que la voluntad del Altísimo había intentado sorprenderla. Suspiró y se levantó:

-Anda, ven –la tomó de la mano y la llevó a través de la trastienda de la panadería a la cocina de la vivienda: allí, el lar seguía encendido para calentar la casa en aquella noche infernal, dando un resplandor rojizo a la habitación. Sentó a la niña en un taburete junto al fuego, y puso a calentar un poco de leche que le sirvió después en un cuenco, aderezado con curruscos de pan duro para hacer barquitos. Mientras ella hundía la cara en el tazón, obviando la cuchara de palo, volvió a su lucha interna.

No la iba a echar de casa: no porque quisiera que se quedara, sino porque le había dicho que podía hacerlo. Las razones por las que había dado esa palabra eran indiferentes en aquel momento; pedirle a Taresa que imaginara siquiera dar marcha atrás cuando había dicho una cosa concreta era no conocerla en lo más mínimo. Respecto a las consecuencias de meter a una ladrona en potencia dentro de casa, a pesar de su inconsciencia habitual se las podía imaginar; pero ya se ocuparía de ellas si surgían, pensaba. Tampoco vivía en un sitio en el que hubiera tanto que robar.

Además, era algo tranquilizador poder arreglar las cosas de manera tan aparentemente sencilla: a quien tenía hambre se le daba comida; a quién necesitaba un techo se le ofrecía uno. El mundo y lo que en él sucedía se le escapaba tan a menudo que ver una solución y ejecutarla de manera tan clara e instantánea le proporcionaba seguridad.

-Pues nada, tengo paja en el cobertizo de Estrella… Estrella es mi burra, ¿sabes? Pero a estas horas y con la que está cayendo no creo que sea cuestión de montar un jergón. Si quieres hoy dormimos las dos en mi cama, que es muy grande, y mañana ya se verá –mientras ordenaba la cocina y terminaba de limpiar, observaba el aspecto de la niña; sus extremidades, flacas como palos, asomaban entre un lío informe de ropa harapienta. Le hizo un gesto y aprovechó para pasarle un trapo por la cara, haciendo caso omiso de sus intentos para zafarse, y después tomó el cuenco de madera vacío para limpiarlo: no quedaba mucho que limpiar. -Digo yo que ahora no será mucho pedir que quien va a dormir en mi casa me diga su nombre.

-Graciana –oyó decir a la niña. Se sorprendió: se esperaba una voz tan intemporal y ajada como el exterior, y lo que escuchó tenía un timbre agudo e infantil como el de cualquier criatura.
-Muy bien, Graciana… ¿a que ahora estás mejor? Con la barriga calentita –sonrió sin resultados aparentes. -Y luego te dejaré una camisa, te va a quedar grande pero para dormir no importa -“y tal como está ahora, tampoco…” Qué más, qué más podía hacer con ella… -Ya lo sé, espera un momento.

Corrió escaleras arriba, y bajó en un momento con un peine de hueso y un pequeño espejo, que no era más que un trozo de metal bruñido. Se lo entregó, y por suerte, Graciana pareció interesarse en él. Mientras lo sostenía, la muchacha la tomó en brazos y la sentó en su regazo: le parecía increíble lo poco que pesaba. La chiquilla, al sentir el contacto humano se quedó quieta y se hizo una bola temblorosa, pero Taresa decidió que sería mejor hacer como que no pasaba nada y actuar con delicadeza.

-Venga, vamos a cepillar el cabello… Perdona si te doy algún tirón. ¿Sabes? A mí también se me queda así si no lo cuido, se dispara en todas direcciones- fue poco a poco desenredándole el pelo mientras parloteaba, y la niña pareció ir recuperando su estado natural: siempre vigilante, pero al menos no como un animal acorralado. No tardo mucho en detectar que no estaban solas, por decirlo de alguna manera.

-¿Y eso que se mueve? ¡Menudo bicho!- después de una tensa sesión de caza de medio minuto, logró cazarlo y explotarlo con la uña. Meneó la cabeza. -Pues donde aparece uno suele haber más… Antes de meterte en la cama habrá que lavar esa cabeza con vinagre -Graciana se revolvió en su regazo. -¡Pero quieta! ¿Qué quieres que haga, que deje vivir a tus amiguitos? Claaro, la burra cría pulgas, tú crías piojos, los amaestramos y montamos un circo.

Para entonces la niña ya había saltado al suelo buscando una escapatoria. Empezaban los problemas.

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La_graciana


¿Lavar qué? ¡Eso ni hablar! Hacía mucho unas monjas feas la habían intentado refregar en una tina con un trozo de estopa que rascaba y dejaba la piel casi en carne viva. Para qué, pensaba, si ella se encontraba perfectamente así. Además, el vinagre olía mal.

Intentó alcanzar una de las puertas, pero ambas quedaban enfrentadas al otro lado de la cocina, donde estaba la señora. Se le daba bien esquivar a la gente y deslizarse como una lagartija, pero era un espacio reducido y la mujer, aunque más lenta, parecía determinada a pararla. Y, si la atrapaba, seguro que iba de cabeza al vinagre, nunca mejor dicho, y seguro que se llevaría algún golpe de recuerdo: siempre se lo daban. Tenía que salir de allí como fuera.

Cada vez más nerviosa, moviéndose como una fiera acosada, tiró bancos y taburetes y acabó acercándose al hogar, que tenía a sus espaldas, y con desesperación tomó un puñado de brasas y lo arrojó a lo loco, esperando que se asustara. Y lo hizo, sí, pero en vez de huir en dirección contraria la mujer corrió hacia ella y la zarandeó con la cara desencajada.

-¿¿Estás loca?? ¿Nos quieres quemar a las dos?-no sabía cómo pero había conseguido a la vez agarrarla del brazo y arrastrarla para apagar las brasas con la escoba. -Eso nunca, nunca, se hace en una casa, ¿eres tonta? -lo cierto es que no lo había pensado, simplemente estaba tan rabiosa...

La voz de la mujer había cambiado, era seria y grave, y Graciana pensó que en cualquier momento le iba a cruzar la cara. Pero no, lo único que hizo fue agarrarla en silencio y mirarle la mano para ver las quemaduras sin soltarla, a pesar de sus patadas. Con la misma firmeza y silencio buscó con ella a cuestas un tarro de la cocina y sacó de él grasa para untársela, y luego se la vendó con un trozo del delantal. Siguió sin hablar y sin dejarla libre, con los labios apretados, mientras sacaba una palangana de debajo de un estante, y otro frasco con... efectivamente, vinagre. Llegó un momento en el que Graciana dejó de forcejear, simplemente por la sorpresa. Ni más gritos, ni golpes, sólo aquel silencio de hielo la hacía temer algo mucho peor. Además, se las arreglaba para todo con una mano, como si ni se diera cuenta de que la llevaba bajo el otro brazo. El lavado fue algo brusco, pero estaba tan asustada que se había retirado otra vez a aquel lugar en su interior y casi no lo notó. Tampoco reaccionó cuando la subió al piso de arriba a cuestas, pasaron entre un montón de objetos extraños y llegaron a la cama: allí la mujer sacó una camisa, como le había dicho, le quitó los harapos y se la puso, sin ningún otro comentario, y así la metió bajo las mantas, del lado que quedaba contra la pared, y se acostó a su lado. La oyó murmurar rápidamente algo, sopló la lámpara y la habitación quedó a oscuras, en medio de aquel silencio helador. Graciana no sabía qué hacer, pero parecía que tampoco había muchas opciones y el lecho era cómodo, así que acabó cerrando los ojos. ¿Le haría daño mientras dormía? Podría ser, pero estaba demasiado cansada para oponerse, pensó con signo fatalista.
Taresa


Después de tanto tiempo horneando pan, Taresa no tenía necesidad de ningún método para despertarse a la hora adecuada, varias horas antes del alba. La madrugada estaba sumergida en un mullido y tibio silencio, y tardó unos instantes en identificar la ligera respiración que sentía a su lado en la habitación. A pesar de todos los problemas de la noche anterior, su parte más simple, la más primitiva, sintió el alivio y bienestar que sólo puede proporcionar la compañía humana. La mayoría de la gente a la que conocía pasaba las noches acompañada: casi todas las familias dormían juntas en un solo lecho, aunque no fuera más que un jergón en el caso de los más pobres. Podía no ser lo más cómodo, lujoso, o incluso higiénico -¿quién se iba a preocupar de tal cosa?- pero cuando el mundo entero callaba de manera profunda y aterradora, cuando sólo las criaturas más peligrosas se movían entre las sombras, fueran de dos o cuatro patas, tangibles o intangibles, los hombres y los animales buscaban el refugio de la manada. A pesar de que Taresa había aprendido a dormir sin él, la certeza de otro ser humano en medio del vacío de la noche invernal, aunque fuera aquella niña extraña y un tanto peligrosa, le recordaba lo necesario que era.

Se levantó con cuidado de no despertarla, pero notó cómo se incorporaba, rápida y silenciosa como movida por un resorte. Se preguntó cuántas veces se habría visto obligada a huir en mitad de la noche. La estupidez que había hecho con el fuego la había sacado de sus casillas: su casa, como casi todas de la ciudad, era casi entera de adobe y madera, fácilmente inflamable por una chispa. El fuego era a la vez un amigo y un enemigo, no se podía vivir sin él pero a la vez podía traer la muerte y la desgracia. Sin embargo, ya en el momento de la reprimenda se había arrepentido de su furia, y después se había quedado tan avergonzada que fue incapaz de dirigirle una palabra; quizá se había excedido.

-Ven conmigo –le dijo, tomándola en brazos para salir a la sala, donde encendió un candil, y ambas bajaron las escaleras. Graciana llevaba nada más la camisa vieja que ella le había prestado y que le quedaba grande, pero el ambiente dentro de la casa era más cálido de lo que sería de esperar. Y aún lo sería más cuando el horno estuviera a punto: una de las ventajas de la panadería en el extremo clima de la meseta castellana.

Dejó a la niña y empezó a prepararlo todo; la masa ya estaba en parte preparada en la artesa, y el horno también estaba en parte preparado, porque el proceso del pan era largo y laborioso. La mayoría de los panaderos tenían uno o varios ayudantes, o al menos la familia echaba una mano, pero Taresa se las tenía que arreglar sola. Y así estaba, cuando al amasar notó que le faltaba harina, y al dirigirse a los sacos, vio a Graciana. Estaba exactamente donde la había dejado, con la mirada perdida. La llamó.

-¿Puedes echarme harina aquí? Toma la medida del celemín y llénalo del saco -"No debí asustarla tanto. Quizá no vuelva a hablarme." Luego pensó, ¿y eso qué importaba? Si total, se iría en cuanto la cosa estuviera tranquila...

-Viértela poco a poco. No, más despacio... agita un poco la jarra mientras vuelcas la harina para espolvorearlo bien. ¡No tanto! -no tuvo más remedio que reírse con la polvoreda que se había montado, a lo que la niña se le quedó mirando fijamente, como si no entendiera.

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La_graciana


La mujer hizo una cruz sobre la masa y repitió unas palabras en voz baja, para luego seguir amasando; tensaba los brazos con fuerza inclinada en la artesa, a veces hasta apretaba los dientes como si hiciera más fuerza; separaba trozos de masa y volvía a golpearlos y moldearlos una y otra vez, sudaba con el calor del horno, que empezaba a volverse excesivo, estaba cubierta de harina hasta más arriba del codo… en realidad, toda ella, desde el pañuelo de la cabeza hasta la saya, tenía harina o restos de masa. Pero a pesar de su aspecto cansado no dejaba de parlotear, como si en vez de trabajar estuviera haciendo una tarea agradable.

-Mira, en la base de todos los panes hay que poner la marca. Todos los panaderos tienen su propia marca, y si hay alguna hornada que salga en mal estado, el Altísimo no lo quiera, se puede reconocer la tahona que la horneó. ¡Desde luego que aquí esas cosas no pasan! –y se rió. Graciana no acababa de entender por qué se reía tanto -. Mira, la mía es la T de Taresa –la mujer la tomó de la mano, le extendió el dedo índice y con él trazó una raya horizontal, y luego otra vertical que bajaba del medio de la primera–. Es como una cruz, pero sin el trazo de arriba –le fue hablando mientras la movía, y luego repasó el trazo con su propio dedo para marcarlo bien.

-Ahora vamos a hacer la G de Graciana, ¿te parece? –y le volvió a tomar la mano para trazar un nuevo signo sobre la masa. El pan sin cocer tenía un tacto agradable, suave y blando. -La G es como una serpiente que se curva sobre sí misma… ¡Muy bien! Cuando las saque del horno apartaré esta y será la que comamos nosotras hoy –hizo el mismo gesto de profundizar la marca con su propia mano, y siguió marcando los demás panes para meterlos en el horno con una larga pala.

-La primera hornada ya está, ahora nos merecemos la recompensa –Graciana fue guiada otra vez a la cocina a la luz del candil; esta vez tomó asiento sin que se lo dijeran, cerca del espejo que había quedado allí desde la noche anterior. Era tan liso, brillante, según lo pusiera reflejaba la luz… Taresa iba sacando cosas de la alacena: pan duro, tocino, y tomó una cabeza de ajos de una ristra junto a la chimenea. Puso el tocino al fuego y mientras se hacía fue picando el pan duro en pedacitos con un cuchillo-. Ya verás qué bien entran las sopas canas después de trabajar.

Siguió otro momento de silencio. Graciana observaba con el rabillo del ojo a la mujer, y a la vez se sentía observada por ella. Se resistía a acomodarse en aquel lugar, pero no sabía si era el calor, la ropa limpia, o el olor del ajo y el tocino mientras se hacían en el hogar, todo le producía una sensación extraña. Para ella lo natural era sentirse en alerta, y todo en aquel lugar no hacía más que gritar costumbre hasta embotarle los sentidos. Le ponía nerviosa no tener nada de qué estar nerviosa.

-Me alegro de que estés así, anoche te revolvías como una lagartija –volvió a hablar. ¿Pero por qué?-. Espero no haberte hecho daño… pero seguro que estás mucho mejor así, con el pelo limpio -efectivamente, no le picaba la cabeza, pero a ella se lo iba a decir. Se encogió de hombros, pero la otra le hizo caso omiso y siguió, riéndose-. Siento si te asusté… En realidad, ¡si no pesaras tan poco como un lechoncillo hubiera sido más difícil! He tenido que lidiar con unos cuantos más grandes que tú… y que daban aún más mordiscos. Si no agarrabas bien al cerdo para inmovilizarlo, te ganaba. Y un gorrino furioso y con sensación de victoria es lo peor que te puedes echar a la cara. Bueno, un jabalí es peor… pero esa es otra historia. Incluye ramas rotas, caídas al río y no me deja muy bien que digamos ¡Ah! ¡Te has reído! -bueno, sí, se había reído, pero sólo un poco… Ella sí que se reía; incluso después de cortarse la yema con el cuchillo, se chupaba el dedo y se seguía riendo. Qué mujer más rara, menos mal que en cuanto pasara la jornada se marcharía.

Terminó la comida añadiendo primero el pan y luego un poco de leche, y la sirvió en dos escudillas, tras lo que comieron sin mucha ceremonia.

-Ahora sube a dormir, que aún es muy pronto y a mí aún me queda trabajo. No creo que haya amanecido aún –Graciana se levantó para ir hacia las escaleras, y Taresa fue a abrir las contraventanas. Una corriente fría recorrió la habitación, y la niña se dio la vuelta. Taresa estaba quieta, mirando afuera. Le hizo un gesto para que se acercara, y a la luz que salía de la cocina, pudo ver cómo gruesos copos de nieve flotaban y se arremolinaban, recortándose en la negra noche de febrero. Había al menos dos palmos de nieve en el suelo, y la nevada no tenía aspecto de detenerse.

-Se mueven como un enjambre de abejas blancas. Cuando caen así, despacio pero sin pausa, significa que habrá nieve para rato…
Taresa


La jornada de Taresa no había hecho más que empezar: sacar la primera hornada de panes, e ir introduciendo los demás, con cuidado de que no se quedaran más tiempo del necesario. El horno aumentaba su temperatura y debía recalcular el tiempo cada vez. De todas formas, si unas hogazas salían más cocidas que otras era algo perfectamente normal, y cada cliente las prefería de una forma diferente. Entre unas y otras limpiaba la panadería y la cocina, y cuando todo estuvo acabado, subió a terminar de vestirse para ocuparse de la nieve.

Se asomó a la alcoba para no hacer ruido, pero la niña parecía estar profundamente dormida. “Eso es el estómago lleno, le produce sopor”, pensó; quién sabía la última vez que habría comido caliente. Mientras se abrigaba, vio los harapos que llevaba puestos anteriormente Graciana y los examinó: ni siquiera lavándolos tendrían posibilidad de otro uso, incluso era posible que fuera la mugre la que los mantenía con cierta forma. Quizá, y sólo quizá, los quisiera el trapero. Bajó con ellos igualmente y los dejó en un cubo para después calzarse los zuecos y tomar una pala. Abrió la puerta del patio y se dedicó a limpiar un camino paleando hasta el cobertizo para ver cómo estaba la burra.

-No me cabía ninguna duda, tú estás mejor que yo –jadeó por el esfuerzo viendo al animal que se acomodaba en la paja, protegido por una manta además de su tupido pelaje de invierno-. Por si acaso más tarde te traigo otra. ¡Menos mal que a la Piravana ya la había movido esta temporada! –el cernícalo en aquellos momentos dormitaba tranquilamente en su percha bajo las escaleras-. No sé como lo hago, ¡pero en mi casa soy la que peor vivo!

Ya había amanecido, y tenía aún que limpiar la entrada de la calle de nieve para poder abrir: cada vecino era responsable de la parte de calle delante de su casa, y por lo tanto existían grandes diferencias en el estado de las vías, dependiendo de quiénes fueran los propietarios; había sitios por los que era mejor no meterse. Pero Taresa vivía en una zona céntrica y tenía un negocio abierto al público, así que cuidaba bastante el aspecto exterior. Dejó el cerrojo descorrido y fue preparando la tienda, hasta que oyó un ligero ruido arriba y subió, para encontrarse con una Graciana con los ojos como platos mientras miraba todos sus aperos de pintura.

-¡Buenos días! –la cara de la niña volvió a cambiar al verla para recuperar su habitual hosquedad-. ¿Sabes lo que tengo por aquí? Estos son los pinceles buenos, de pelo de marta, que están recién lavados de ayer. Toca, toca -señaló la jarra de cerámica con media docena, y tomó uno para que Graciana pudiera acariciar las cerdas-. Tengo los morteros para moler los pigmentos, lo que necesito para preparar el temple está abajo en la cocina, y… ¿el pincel? – En la jarra faltaba uno, y la niña mantenía la misma expresión “sin expresión” habitual. -Graciana, lo tienes tú. Yo te lo dejo si quieres, pero es mío –ni se molestaba en negárselo, sólo le pareció que se encogía un poco. Se oyó la puerta abajo, y no le quedó más remedio que tomarla en brazos otra vez y bajar para atender la tahona. En cuanto la subió, el pincel resbaló del interior de la manga de la camisa y cayó al suelo, pero Taresa estaba demasiado atareada como para reñirla, así que lo dejó para después.

La mañana pasó tranquila: la nieve había paralizado la actividad en la ciudad, al menos de forma aparente. En realidad, los vecinos más cercanos seguían viniendo, ya que aunque había quién acumulaba comida para casos como aquel, el pan era el alimento básico de todos y les gustaba comerlo del día. Convencida de que no podía dejar a Graciana sola por casa, Taresa la envolvió en una manta y la sentó bien alta en una esquina del mostrador. Los clientes la podían ver y estaba segura de que el rumor de que tenía una niña en casa se extendería por el vecindario, pero no le quedaba otra. En el peor de los casos la reconocerían como la niña ladrona; en el mejor, echarían cuentas de la edad a ver si Taresa podía ser su madre y así sacar un nuevo rumor. Vivir en una pequeña comunidad significaba que todo el mundo la conocía y sabía de su vida, lo cual tenía tanto cosas buenas como malas: había que saber llevarlo.

Precisamente un nuevo rumor se había extendido de casa en casa, a pesar de la nieve, que ralentizaba la comunicación pero no la paraba. Un incendio había afectado la noche anterior a una casa del otro lado del río: precisamente la nieve había evitado que sufrieran males mayores, y toda la familia había logrado escapar sana y salva. Al parecer, había sido un brasero volcado accidentalmente el que lo había provocado. Taresa no pudo evitar echarle un vistazo a Graciana y susurrarle “¿ves?” al escuchar aquello.

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Taresa


La niña estaba empezando a hartarse de que a la mínima la cargaran como un saco, pero los puntapiés parecían no hacer mella en la mujer, que ejercía una vigilancia constante. No había sufrido ningún golpe en lo que llevaba en la casa, y la única violencia habían sido los gritos y el zarandeo en el incidente con las brasas; la única vez que había perdido el control. Graciana había visto a las perras llevar a los cachorros traviesos sujetos por el cuello de vuelta a la camada, pero ella no era el cachorro de nadie. Ni hablar.

Y luego, estar envuelta como una crisálida en la panadería, con la única distracción de la charla de Taresa y los pocos clientes. Cada vez que entraba uno, se echaba a temblar: en los días que había estado merodeando por la ciudad, había entrado en varias huertas y corrales, además de intentar aligerar un par de bolsos. Si alguien la reconocía, volvería a suceder la misma escena del día anterior, o algo peor. Pero para su sorpresa, la gente la miraba de formas que nunca había experimentado. Se consideraba afortunada cuando pasaba desapercibida; otras veces, la miraban con desprecio, irritación y asco, eso cuando no la pillaban in fraganti y volvían sus iras contra ella. Pero no, allí quien la miraba lo hacía con curiosidad, e incluso algunos le sonreían e intentaban dirigirle unas palabras. Nadie preguntaba directamente, pero sí hacían alusiones.

-Graciana se aloja conmigo de forma temporal -contestaba sencillamente la mujer.

Una anciana, incluso, sacó un bollito de su cesta después de comprar una docena, y se lo ofreció.

-¿Qué se dice, Graciana? -le había preguntado Taresa, y ella se encogió de hombros. Supuso que como no sabía la respuesta, se lo quitarían otra vez. Pero la mujer se la entregó y continuó: -Se dice muchas gracias. Gracias, doña García. Que tengáis un buen día.

Por si acaso, engulló el bollo lo más rápido posible, no fuera que se lo quitaran. El día pasó, y antes de la cena, la mujer se acercó a ella con una hogaza en la mano.

-Es la que tú sellaste -le explicó, enseñándole el signo de la base-. La jornada ha terminado, y si quieres puedes llevártela en pago. También puedo darte unas monedas por ayudarme en el mostrador -¿ayudarla? Sólo había estado sentada-. Pero no quiero dejarte marchar; el tiempo no ha mejorado, no tienes ropa adecuada... ¿No te gustaría acompañarme hasta que pase el temporal? Piénsalo hasta después de la cena -le dijo, y se puso a revolver la olla, de la que salía un apetitoso olor a cocido. Tomaron las tajadas sobre las hogazas abiertas, y luego el caldo del cocido en cuencos. Graciana nunca se había sentido tan llena, notaba la tripa redonda como una bola. La hartura la dejaba atontada, a lo que se sumaba el calor permanente del hogar, al que no estaba acostumbrada. Lo único que realmente deseaba hacer, aunque se resistiera, era cerrar los ojos un instante, uno solo, luego se marcharía...

Y así se quedó profundamente dormida sobre la mesa.

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