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La muerte del Rey Astaroth I de Castilla, el Armiño de Morlaix.

[Rp] La Espada de Caedes III: Finale.

Astaroth_14


El virote de la ballesta se clavó en el estómago del hombre, que cayó con un silencioso "Mon Dieu!" en los labios. El Señor de Valdecorneja quiso gritar, pero el instinto del soldado le hizo sellar los labios. No era el momento, no era el momento. El paquete alargado bajo su brazo le estorbaba, pero no dejó de correr. Las puertas abiertas de la Colegiata esperaban, cada vez estaba más cerca. Pero no estaba franco el paso. Una figura alta, siniestra, esperaba allí. No frenó su carrera hasta llegar junto a la figura.

Por fin.

La figura alargó la mano y cogió el bulto, envuelto en tela. Con un gesto delicado, desenvolvió el paquete, revelando una preciosa espada, toda oro y pedrería.

Memento finis.

La espada cayó al suelo, y los rubíes explotaron en un millar de esquirlas rojo sangre. Y Astaroth gritó.

Se incorporó en la cama, cubierto de un sudor frío. Estaba temblando. Aquella pesadilla se había vuelto recurrente, y no dejaba de pensar en aquel asunto. Se levantó, colocándose un abrigo de piel de marta sobre los hombros, cogió un candelero y salió de su cámara por una de las puertas disimuladas en la pared.

Caminó a lo largo del Alcázar en completo silencio. Sus pasos parecían inseguros, pero le guiaron sin un solo error hasta el Salón de Banderas. Allí, en un lugar de honor, reposaba una espada, la misma de su sueño. Hauteclaire. La Espada de Caedes.

¿No deberíais estar durmiendo, querida?

Sus palabras sonaban cansadas, pero el cariño en ellas era evidente. Volvió el gesto hacia Ivanne. Su rostro era una máscara de horror, pálida y demacrada. La ausencia del parche revelaba ahora una cuenca deformada años atrás y un ojo velado y ciego. Sólo una persona había visto aquella cuenca, y estaba tan muerta como pronto lo estaría Astaroth.

Es tarde.

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Ivanne


« Lo sé. »

No creyó que la estuviera oyendo, pero era evidente que incluso muriéndose, el Rey alcanzaba a escuchar todo lo que sus oídos quisieran y estuviesen preparados para oír. Los pasos bajo el camisón de ella se hacían torpes, y a menudo llegaban a colisionar entre sí, pero eso no la detuvo. Estaba alerta, estaba inquieta.
Desde sus aposentos, ella también había alcanzado a escuchar. Aquel grito tan ensordecedor le había despertado, pero sólo a ella. Su esposo dormía tan plácidamente que, incluso dormido, se podría decir que no le importaba ni un ápice la vida de un rey del que recelaba. Eso en cierto modo le hacía sentirse deseada; desconocía el motivo de aquella rivalidad entre ambos, pero no era tonta y sabía que ella estaba siendo usada como arma arrojadiza, y lejos de incomodarla, le halagaba.
Cuando escuchó el grito, tan lejano y volátil, creyó que fue Jean quien había roto a llorar. Por eso mismo se aproximó hasta la cuna, en la habitación contigua, con los pasos de una gata que se adentra a la oscuridad; pero no era su hijo de siete meses quien había dado la alarma, de hecho dormía tan plácidamente como el padre, y ello solo hizo que Ivanne se inquietase. Entonces pensó en el Rey, y del mismo modo que el Diablo insufla vida en las mentes perversas, echó a correr. Tanto como nunca antes se había visto en la necesidad para ello.

« Por los Tres, que me temía lo peor. » -Alcanzó a decirle al da Lúa, como ya os decía, aproximándose hacia él con un halo nervioso envolviéndola entera. Por ella podía venirse abajo el Alcázar, que no habría de ocurrirle nada a su soberano; aún recordaba que el ascenso al trono de él había sido el suyo propio, y no le pasaba desadvertida la posibilidad de caer en desgracia de la misma forma en que llegó a la fútil gloria.

Entonces tocó su mano, en un intento por acercarse a Astaroth como en un pasado solían hacer, pero eso sólo la inquietó más. Sobresaltada, la soltó acompañándola de un respingo. Estaba fría, y más bien le pareció haber tocado la huesuda mano de la Muerte.
Además, aquella cuenca vacía... Como una visión de otro mundo ajeno al de los vivos, creyó ver un gusano saliendo de ella.

Retrocedió dos pasos. El contacto con lo sobrehumano erizaba los pelos a cualquiera.

« Si mi Rey no puede dormir, haré que toda la Corte castellana se desvele por él. - Vocalizó, sin dejar de observar el vacío del ojo izquierdo.- ¿Algún día me contaréis cómo osaron privaros de vuestra visión? »

No pudo evitarlo. Si Astaroth en sí mismo se le antojaba un misterio, sin duda el núcleo de la intriga lo sería aquel ojo siniestro, vacío y oscuro.

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Astaroth_14


Su risa sonó seca, áspera. Recuerdos, una vida de recuerdos.

Mi ojo fue una pérdida menor, un recordatorio de Dios de que la Fortuna no sonríe sin reclamar algo a cambio. Mi ojo fue el precio a pagar por obtener poder y posición, por restaurar la honra de mi familia. No hay dia, querida, en el que no agradezca haberlo perdido.

Se adelantó hacia la espada. Los rubíes, los mismos que habían teñido de sangre su sueño, destellaban bajo la luz de la vela. El suelo crujió de un modo extraño, ajeno, pero el Rey lo ignoró.

¿Sabéis por qué está esta espada aquí, Ivanne?

El tono era familiar, cercano, pero su ojo sano no se apartaba de la rica factura del arma.

¿Os dice algo el nombre de Caedes?

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Ivanne


Era extraño cómo la honra, la gloria y la familia se tomaban por uno sólo, pero aún más extraño era el alcance y el poder que ejercía sobre las mentes de los hombres. La propia Ivanne estaba experimentando esto mismo, pues de su apellido se desprendía una larga historia de un linaje muy antiguo, pero de su propio nombre se esperaba el crear una casa familiar estable en la península. Tal era el propósito de los condes de Tafalla, que no cejarían en que así fuera.

« Os entiendo... No hay ni un sólo segundo que no me juegue la vida por los míos, en estas turbias paredes de piedra, y sin embargo siento que aún me merece el riesgo. Me han dicho que lo correcto es esperar que los hijos cumplan al menos los tres años de vida, para asegurarse de su supervivencia, pero yo ya estoy convencida de que nos sobrevivirá a todos... Jean es un niño fuerte. » - No pudo evitar hablar de su criatura, un pequeño reflejo de lo que sus padres eran. El carácter de su madre enfrascado en la paciencia del padre, aunque aún fuera pronto para apostar en tales lides. Habrían de bautizarlo, se dijo. Los Tres debían conocer al futuro de Castilla.

Pero ahora Ivanne se hallaba en el presente, y el presente era Astaroth. Un presente que se agotaba a cada segundo y que desvanecía cualquier esperanza que se proyectase sobre un futuro inmediato. Las palabras de Gondomar siempre le habían sonado como a despedida, con un deje melancólico difícil y extrañamente de superar, que sólo despertaban la curiosidad de una franco-navarra deseosa por conocer los más oscuros secretos de las personas. Apenas miró la espada a la que el soberano se refería, ya la había visto un millón de veces y siempre que entraba a aquella sala para hacer de cabeza de la Corona.

« No veo qué habría decirme un nombre tan extraño, ni veo la importancia en la presencia de una espada, como tantas otras. Mi Rey, mañana será un día agotador... »- Para él, tal vez no; pero para ella, cualquier día lo era. Un hijo, un marido, una Corona, pero siempre miles de quehaceres que exigían su presencia. La diplomacia no era lo suyo.

No bastó en cambio para convencer al Armiño.

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Astaroth_14


Si Astaroth había escuchado a Ivanne, no lo pareció. Tampoco parecía escuchar aquel insistente y extraño crujido.

Caedes fue Duque de Champagne hace muchos años y, junto a la Condesa de la Fère, líder de una revuelta nobiliaria denominada "La Fronde" contra Levan "el Parricida", entonces Rey de Francia. La Fronde y Caedes fueron derrotados, y el Duque pasó el final de su vida en una prisión real.

Las revueltas siempre habían sido su debilidad. Lo llevaba en la sangre, sin duda, esa sangre mestiza y emponzoñada que corría por sus venas.

Uno de sus colaboradores más cercanos fue Jehan de Vopilhat, Barón de Malpertuis, que más tarde se exiliaría a Aragón, donde recuperó el título familiar de Conde de Urgell. Su hijo, Reginhart, fue Rey de Aragón, el último Rey verdadero de aquellas tierras. Y fue Jehan quien hizo un viaje largo y peligroso, que le costó finalmente la mano, para recuperar esta espada. Porque esta es la espada de Caedes, la luz de la Fronde. Esta espada es Hauteclaire.

El crujido era más audible. Seguramente procedía del piso de abajo. O del de arriba. ¿Quién sabía?

Tras la muerte del Conde, la espada pasó a su hijo, convaleciente de una misteriosa enfermedad. El Rey murió sin reclamar su herencia, y Hauteclaire pasó al tesoro de los Reyes de Aragón, hasta que un vulgar saqueador se la robó.-sonrió a sus recuerdos.-Yo.

Esa era la escena de su sueño, la persecución con el aliento en llamas por las calles de Calatayud, donde los agentes del enemigo les habían dado caza. Louis de la Flèche había caído allí, y si él consiguió escapar fue más obra del azar que de la justicia.

¿Alcanzáis a entender la importancia de esta espada, querida?

¿O sería al otro lado de aquella puerta?

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Ivanne


Comenzó a escuchar unos sonidos extraños, unos que no alcanzaba a reconocer en aquellas dependencias de Palacio. Entonces supo que jamás había llegado a conocer a Astaroth, porque lo que hoy se mostraba ante ella debía ser la verdad, aquella que se expone siempre sumisa a la hora postrera. ¿O simplemente estaba loco?, se decía que el último Rey de Aragón había enloquecido y que los malos humores que lo asediaban no fueron descubiertos hasta el momento final de los días de éste. Quizás estuviera ocurriendo de igual manera con el Rey de Castilla.

Fuera lo que fuere, la piel de la joven franco-navarra se erizó. La alarma en ella no se desvanecía, y como si ya hubiera recibido aviso, clavaba su mirada en la cuenca vacía de él, creyendo que cualquier improvisto vendría de él.

« Desconocía esa parte de la historia de mi tierra, al igual que desconocía la historia de los reyes de Aragón. Desde niña odié las lecciones de historia de mi vieja institutriz... -Reflexionó abiertamente. Era cierto, la historia e Ivanne jamás podrían ser uno, porque toda la historia estaba plagada de hombres crueles que lograban sus metas, y hombres buenos que perecían en el intento; todo era incierto, ella lo sabía. Sobre todo por el hecho de ser hombres.- Majestad, no quisiera yo que mi escaso entendimiento sobre esta espada para vos fuera ofensa, bien sabéis que de vos he aprendido toda lección que me dierais. Pero hoy no hallo lección alguna, y mucho me temo que no la hallaré si no sois más preciso. »

Podría haber insistido para que se retirasen, podría incluso haberle obligado: por más que fuera el soberano de castillos, leones y quimeras, ella había aprendido a reinar una Corona y a dirigir las voluntades. Pero esta vez había despertado su curiosidad.
En ocasiones el corazón nos anima, y nos late veloz, al tiempo que nuestra mente y la conciencia nos advierte de los peligros de la elección escogida. Pero siempre callan, tanto unos como otros, cuando se requiere expectación por lo que viene y ha de pasar.

Ivanne le miraba absorta. Astaroth ya empezaba a ser un fantasma del pasado, y sólo el encanto de las ánimas es capaz de infundir un extraño respeto.

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Esta espada es luz.

Había luchado y sangrado muchas veces en su vida, pero ninguna como por aquella espada. Hacía casi diez años de la muerte de Caedes y, sin embargo, aquella espada era importante. No por su bella factura o buen filo, sino porque había sido en la Fronde donde todo había comenzado. Astaroth debía su trono a Caedes y quienes le siguieron contra Levan.

Para recuperarla tuve que hacer cosas de las que...- calló. El crujido estaba demasiado cerca.-Apartáos.

Por instinto, llevó la mano a la cadera, pero no había allí arma alguna. Y, entonces, con un siniestro crujido, la puerta se abrió, dejando entrever una oscura figura, igual a la de su sueño.

Sí que han hecho falta muertos para llegar aquí.

Reconoció las palabras, sus propias palabras. La voz que las pronunciaba parecía proceder de un pasado distante, fémina mortífera y vengativa. A su alrededor se arremolinaban entes oscuros que, como cuervos negros se cernían sobre el Rey. Al menos Ivanne había tenido el buen juicio de hacerse uno con las sombras.

Diríase que habéis visto un fantasma, da Lúa.

No había tiempo para pensar y, mientras un unicornio rodeado de rosas tomaba forma en su cabeza, el Armiño se revolvió. Estrelló su puño contra el cristal de la vitrina que custodiaba a Hauteclaire, dejando un reguero de sangre y cristales a su paso. Con dificultad, extrajo la espada y compuso una guardia decente, rezando por no haber tocado ninguna vena importante.

Mi vida son fantasmas. Uno más no supone diferencia.

Se abalanzó sobre las sombras, que resultaron ser maravillosamente corpóreas al tacto de Hauteclaire. Uno, dos, punta, filo, filo, punta, gritos de dolor y la adrenalina, maravillosa adrenalina, impulsando sus músculos, como antaño. Podía sentir el placer de batirse por la propia vida, de segar los hilos de otras, de los envites y defensas forzadas. Aquello era vida, y no pudo evitar empezar a reir. Aquel era su juego, y nadie podía igualarle. Tan obcecado estaba en su duelo con las sombras que no vio la hoja que le penetró bajo la axila derecha, en un corte feo y bizarro.

Como una torre alcanzada por un rayo, como el Rey Blanco arrinconado por la Reina Negra, Astaroth, el Armiño de Morlaix, cayó al suelo, consciente de pronto.

Leonor...

Risa, alegre y vengativa.

Dejadnos.

Apenas quedaban sombras. Un observador con la mente algo más lúcida que el Rey habría contado tres cadáveres y dos hombres más que se retiraron a la orden de la dama, que no era otra que Leonor Ferreira, Señora de Noia.

Ha pasado demasiado tiempo, Astaroth. Demasiado. Pero la Justicia siempre llega, lo mismo al Rey que al mendigo. Vos me lo arrebatásteis todo, dejándome la muerte como única salida. Pero siempre hay alternativa, siempre. No podré arrebataros el trono, pero me consolará saber que moriréis sabiendo que la empresa de vuestra vida fracasó. Hauteclaire nunca volverá a su legítimo dueño

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Ivanne


Comprendió entonces que el Rey estaba loco, pero más lo estaba aquella extraña figura en la lejanía del salón de la fortaleza. Astaroth había apartado a Ivanne con súbita violencia, y ello la dolió en el orgullo más siquiera que en el propio brazo donde el hombre había ejercido su fuerza. No quedó impávida, y seguidamente se revolvió intentando detener al monarca alcanzándole desde la mano. No hubo suerte, y apenas alcanzó a rozar los ropajes turbios de un alma en pena, que se dirigía como un miura hacia una figura extraña, con voz de mujer.
La Josselinière quedóse atónita. ¿Cómo podían los fantasmas hablar? ¿Cómo podía ella verlos, de hecho, si aún se consideraba en sus cabales? Escuchó el rifi-rafe entre el Rey, al uso de aquella histórica espada, reliquia de reyes y saqueadores, y tres cadáveres que antes habían sido cuerpos con vida, y no sombras de una mala noche, que se habían desplomado en el suelo como sacos de harina de la misma forma en que después lo hizo el Armiño.
Simplemente, él no lo vio. Pero Ivanne sí, y en el tiempo en que el siseo del puñal rozaba lo fantasmal con un haz de luz metálico, la Princesa se llevó las manos a la boca. Por un momento creyó que ya todo estaba perdido, y en un arranque de locura, la franco-navarra echó a correr sin un rumbo fijo, saltando sobre la sombra y el puñal.

... nunca volverá a su auténtico dueño.

« ¡Maldita z0rra! » -No debían, no podían tocar al Rey para dañarle en su presencia, y no lo harían. Ella misma creyó haber recibido el puñal en sus entrañas, mezclándose la sangre del da Lúa y la Josselinière, pero no fue así; la embestida de la francesa había bastado para sorprender a Noia y que ésta liberase el arma, de tal forma que ambas se enredaron en un matojo de manos que tiraban de los pelos. Ivanne, que sería muy correcta cuando la ocasión lo requería, ahora era una tigresa, vociferando a los siete vientos que aquel Rey era suyo, y que bajo ningún concepto consentiría el ataque. Llamaba a la guardia, "¡a mí! ¡a mí!", pero aún le sobró tiempo a Leonor para arañarla la cara. De lado a lado, con la facilidad de las raposas, marcándola en la ceja y en la mejilla, así como allí donde el ojo de la Josselinière había logrado cubrirse.

Pegó un alarido, y entonces la sucesión de los hechos continuó siendo a la misma velocidad a la que transcurrían sus pensamientos. De no lograr dormir, a escuchar el grito de Astaroth, a batirse por su propia vida y por la de él como las chicas de arrabal. Allí, en el suelo del salón de banderas del Alcázar Real.
Pegó un tortazo de revés a Leonor; ya se había cansado de los golpes de niña, era el momento de la verdad. En el breve momento en que ambas habían logrado incorporarse, aquel tortazo había devuelto a Leonor al suelo, de forma que Ivanne aprovechó rauda a alcanzar la espada, en algún sitio debía estar. Se habían alejado demasiado incluso, pero ello no fue impedimento para que Tafalla reconociera el lugar en el que se hallaba la espada, tan ricamente ornamentada. Entonces comprendió su significado, quizás no aquel del que estuviera hablando Astaroth, pero sí la importancia del acero en el momento preciso. Algo la agarró del vestido y tiraba de ella después desde los tobillos; insistió, pataleó también. El talón apartó su barbilla y con la otra rodilla cogió impulso de nuevo, hasta al fin alcanzar la espada. La asió con fuerza, y con rabia, y se volvió hacia Noia, que no hubo más remedio de liberarla de su ofensivo abrazo.

Pasó una mano por el rostro y descubrió su herida de guerra por el rastro de sangre que le había dejado. Con mayor desprecio, la amenazó posando a Hauteclaire en la yugular de Leonor.


« No sé quién será su dueño, pero tampoco me hace falta saberlo para acabar contigo... Ilusa, no sabes con quién te has metido. -La respiración acelerada, el pulso acelerado también. Podía acabar con ella, en aquel mismo momento, y provocar todo un reguero de sangre... Pero Astaroth la precisaba, y apenas ya podía soportar el dolor de sus heridas; bajo la axila, y en el alma.- ¡A MÍ LA GUARDIA REAL! ¡A MÍ LA GUARDIA! ¡EL REY, EL REY ESTÁ EN PELIGRO! ¡A MÍ! »

Gritó tanto, que podría haber despertado a todo el Alcázar. Gritó, tan desolada, que sentía encarecidamente que las circunstancias se hubieran sobrevenido de aquella manera. Jamás creyó que en algún momento de su vida, ella sería la causa que salvaría la de Astaroth. Por ahora.

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Astaroth_14


Los pensamientos parecían escapar de su cabeza como un río revuelto, como la sangre que salía bajo su axila, tiñendo el suelo del Salón de Banderas de púrpura real. A medias entre las sombras y el delirio, el Rey apenas fue consciente de la escena que se desarrollaba, y aún creía estar en un bosque distante, años atrás en el tiempo, cuando el mundo se hizo tiniebla y perdió finalmente el conocimiento.

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Cuando despertó, el mundo era blanco. Blanco y azul, se corrigió, como a jaques de un tablero de ajedrez. Abrió y cerró el ojo sano varias veces hasta conseguir enfocar y descubrir que estaba en su propia habitación, y que el azur y plata que veía no era sino el de las banderas del Condado de Alba que le acompañaban junto a sus remordimientos desde hacía años.

Ivanne.

Su voz era susurro, tenue como la seda y débil como los rayos de sol invernal. Miró alrededor, en la esperanza de encontrar a su ahijada, pero el mundo era aún un lugar demasiado borroso y móvil. Mareado, dejó caer la cabeza en el lecho y alzó la voz, esta vez más alto.

¡Ivanne!

Le pareció percibir un sonido a su izquierda, y fijó su vista allí donde, acurrucada en un diván, la Princesa guardaba su sueño. Ahora parecía desorientada, en esa fase que sigue al despertar en la que el mundo aún está ubicándose alrededor de uno.

Ivanne... por favor, acercáos.

Cada palabra era un suplicio, y cada respiración una gesta dolorosa. Tosió, sólo para descubrir un inquietante gorgoteo que conocía bien. No era modo, por los Tres, no era modo.

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Mikumiku


Podía haber estado durmiendo. Podía haber estado en su casa, en la bella Valladolid que escapaba del horizonte toledano. O las dos cosas. Pero el capitán de la Guardia Real de Castilla y León deambulaba por la cerrada estancia correspondiente al cargo. Era tarde, demasiado lejos del horario de una gente razonable, y nadie le había obligado a estar allí. En una esquina de la pesada mesa rompían el equilibrio una jarra vacía y una copa dispuesta del revés.

Ninguna de las dos había traído consigo el sueño. Su mente se vaciaba por momentos, ausente, si bien el recuerdo reciente siempre avivaba los rescoldos ígneos de una mano ensangrentada. Aquella mañana había azotado a hombres, buenos hombres, que el único pecado que habían cometido era no haber estado a la altura. El caballero se sentía sucio y desganado, incómodo, pero no arrepentido. Si de verdad no hubiese querido hacerlo habría perdonado a aquellos guardias, alabado su virtud por no haberse acobardado ante el dolor. Lo sabía, y no lo había hecho. Lanzaba un último naipe aburrido, errante y errando el blanco. Media baraja estaba ya dentro de la armadura expuesta, y la otra media se desparramaba por el suelo como el residuo de una matanza. La probabilidad de acierto bajando conforme descendía el líquido y subían las horas.

No llegó a saber muy bien en qué punto empezaron a sonar los gritos, ni si había estado despierto entonces. Funcionando a nivel mecánico, empujado por el instinto, corría por los pasillos levantando la alarma. Por todas partes empezaban a verse los colores de la Corona, sin caer su capitán en que él no los vestía. Escuchaban, de un modo u otro, pues amándole u odiándole sabían todos que le habían decepcionado.

Había muertos en el Salón de Banderas. De un solo movimiento, fluido, letal, una espada sin nombre apareció en su mano. Un sonido desagradable acompañó a la hoja cuando ésta salió del cuerpo de uno de los caídos. El capitán la sintió pesada entre sus dedos, burda. Quizá estaba demasiado cansado. Igual era demasiado tarde.

Una ira flamígera estallaba ahora en sus ojos fríos, ardiente como las dunas songhai donde una vez había perdido el alma. Se había cometido la máxima ofensa, la sangre roja corría por el Alcázar. La visión del Rey inmóvil y la desesperación de la secretaria convocaban a un demonio del que nada se había oído al norte de África. Como salido del averno, un arco rojo atravesó el aire. Hauteclaire se perdió por los suelos tras el impacto, interponiéndose Miku entre las mujeres. Un borrón metálico silbó sobre sus cabezas, y el revés que continuó el corte encontró hogar.

El capitán era de repente el único de pie en aquella sala. La francesa no era la única que gritaba, y a los pies del rubio aquella enemiga desconocida apretaba con fuerza un muñón sanguinolento. Sonaba como solamente podía sonar un dolor puro, inmaculado. Como el que podía conllevar perder para siempre la mano derecha. Todo empezaba a teñirse de rubí ante sus ojos y el mundo tal cual lo conocía se derrumbaba.

- ¡Fuera la guardia, ya es tarde para eso! – Se unía él a la cacofonía discordante, órdenes rasgadas de una voz rota. Su intención había sido la de segar una vida y la fortuna lo había negado. Para bien o para mal aún habría que verlo, pero la balanza estaba lejos del equilibrio. - ¡Aquí galenos, doctores! ¡Salvad al Rey! Que ese deshecho no vuelva a ver nunca la luz del Sol. Mantenedla viva hasta que sepamos algo.

El arma resbaló de sus dedos. Como una torre que pierde el apoyo maestro, el caballero notó que caía de rodillas. El suelo era una liza sucia, donde se había librado una batalla perdida. Una derrota para la Guardia Real y para él mismo. Un tormentoso evento que podía catapultar el fin de todo. Se acercó a los otros torpemente, casi gateando por no atreverse a dar pie. No podían morir así, ellos no.

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Ivanne


El Capitán de la Guardia Real le había desarmado, y mejor así. Hauteclaire se perdió bajo las cortinas de Palacio, entre la sombra y el terciopelo púrpura, como la sangre que el Rey derramaba en un baile desosegado por aferrarse a la vida. Y ahora estaban allí, todos ellos, sin saber qué hacer. Ivanne se lamentaba, en lo más profundo, pero en un estricto voto de silencio que difícilmente le costaría quebrantar. Sus pasos la llevaron hasta Gondomar, ora inconsciente, y se dejó empapar el camisón de su sangre, que manaba bajo la axila derecha. No conocía las artes de los primeros auxilios, pero incluso cualquier lelo habría comprendido que se debe taponar la herida por donde escapa la vida.

La impresión, el dolor de verle así, inválido e indefenso, hicieron mella en ella y lograron romper las murallas de una pétrea frialdad que no se había resquebrajado ni lo más mínimo hasta la fecha. Comenzó a llorar desalentada, sosteniendo con fuerza el brazo de él con la intención de inmovilizarlo. Clamó ayuda. Siguió gritando. Por aquellas alturas ya debía de haber despertado todo Toledo.

« Capitán, por los Tres, ¡que se lo lleven! ¡Llevaos al Rey al lecho, y llamad a los físicos! ¡Al mismo Demonio si hace falta! ¡Que alguien haga algo! »

Pero Cartágena se hallaba impotente, arrodillado, al igual que Ivanne también lo estaba. Clavó entonces la mirada en Noia, que se retorcía cubriendo el triste muñón, entre gritos y sollozos desgarradores; y si en algún momento alguien alguna vez se ha enfrentado a la francesa, no cabría duda que en ella habrían reconocido el gesto de venganza, salvo por una notable diferencia, y era la frialdad con la que miraba a Leonor, sin despeinarse siquiera viéndola sufrir, retorcerse, lloriquear. Una mano no era nada en comparación con un soberano.
Se le antojó entonces que aquello había sido la escena de un tablero de ajedrez, con un rey torpe y corto de movimientos, que ahora se desangraba en mitad de la escena. La partida se podía dar por finalizada, al menos para ellos; pero no para Ivanne, que en todo momento había sido la reina que se mueve a su antojo a lo largo y ancho de cada cuadrícula, eliminando a quien se le pusiera en gana, a discreción absoluta, o simplemente a quien se le interponía. Y Leonor de Noia no sería menos. No conocía su relación con Astaroth, ni conocía los motivos de su ataque, pero si algo tenía en claro era que había atacado algo a lo que Ivanne tomaba por propio. Un perro no le hubiera defendido con mayor fidelidad a Astaroth.

De pronto varios hombres les rodearon a ambos, y perdió el contacto visual con Leonor, a quien se la tenía jurada. Unas manos de hombre, fuertes y envolventes, la obligaron a alzarse. Ella insistía en que no la tocasen, que estaban tratando con la Princesa de Fortuna, todo por mantenerse próxima al Rey, a quien tomaron en volandas con cuidado para transportarlo hasta sus aposentos.
Se miró las manos, temblorosas, llenas de sangre, toda muy roja. La sangre azul de la realeza era un bulo, demostrado. Se empapó con ella el rostro, sosteniendo las sienes con fuerza, y después eliminó las lágrimas de él, recobrando la frialdad habitual.


Se despertó después en el diván junto a la cama del Rey. Astaroth la llamaba, igual que Jean Germain lo hacía a las noches; respondió incólume, alzándose rauda y arrodillándose junto a él, de la misma forma que si hubiera descansado veinte noches y veinte días. Habían limpiado su rostro de sangre y sudor, pero aún guardaba las varias cicatrices de la madurez, junto al cansancio de su enfermedad; además, residía algo en él que pocas personas podrían haber distinguido. ¿Quizás fuera miedo?, sentirlo en aquel momento sería humano.

Ella, por su parte, estaba aterrada. Nuevamente le vinieron las ideas de soledad en aquella Corte, nido de serpientes, como lo eran los cestos de Nájera. Se aferró a las sábanas con fuerza y observó el torpe vendaje que el físico le había puesto mientras ella descansaba del sobresalto. De pronto sintió unas ganas terribles por echar a los leones al torpe médico que había atendido al Rey, queriendo arremeter contra alguien o algo, pero no era el momento.

« Sssssh... Estoy aquí...» -Le susurró con suavidad, acariciando su rostro para que notara su presencia. Le liberó del parche después; un parche que tanto pavor había causado entre tantos, y que ahora debía quedar para la posteridad. Parche que ante pocos se había retirado, por prudencia, por guardar las formas, por imponer respeto y no desprecio entre el resto. Parche que ahora a ella se le antojaba mundano, carente de sentido. Si tan sólo alcanzara a comprender por qué se encontraban ahora así, postrado uno con una herida sangrante y afligida la otra por no saber qué hacer; mojó los labios, pero su boca estaba seca. Al menos ahora las manos se mantenían firmes, y aguardaban mansas, como el perro fiel que se sienta a los pies del amo.

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Debian


La noche había cerrado hacia tiempo y ella pasaba las horas trabajando en la oficina a la luz de las velas. Cansada, apoyó la espalda contra el respaldo de su sillón y cerró los ojos momentáneamente. Días ha, la casa se le había convertido en un inmenso lugar dónde se perdía. Con Jean fuera, en el ejército, y con Maeva allá en Burgos los días eran demasiado largos. Se levantó para acercarse al aguamanil. Escanció agua en él y se lavó la cara para despejarse. Mientras se secaba el rostro, notó algo extraño: pisadas rápidas, gritos de alarma, movimientos de caballerías abajo, en el patio de armas. Salió fuera de la estancia; siguiendo su instinto fue hasta las cuadras y montó a su yegua… Siguió a los pocos guardias, que quedaban hasta el Alcázar.

Una vez allí corrió con el resto como alma que lleva el diablo. Cruzó salas y pasillos rauda hasta llegar al lugar dónde vió a unos guardias llevarse al rey herido. No daba crédito a lo que veía. Al pasar el grupo a su lado musitó:


-¡Por la Madre! ¿quién ha osado hacer esto? ¿Quién?

Siguió la comitiva hasta la habitación real. Llegó un médico… Tardó en salir… Al hacerlo éste dejó la puerta abierta. Se acercó despacio y observó en silencio la escena, que se desarrollaba en el interior. Llamó quedamente y, sin esperar permiso a entrar, se acercó hasta Ivanne.

-¿Qué ha ocurrido? ¿Cómo ha sido posible esto? –no esperaba una respuesta comprensible, pero quería una en que todo encajara. Bordeó el lecho. Observó el rostro del hombre en silencio. Después le habló en susurros- ¡Vamos, majestad! Ahora no, no es el momento. Debéis luchar…, hacedlo por todos nosotros… y decidme, por la Madre, quien os ha hecho esto, que no dudaré en segar su vida…

Las últimas palabras fueron dichas con tal rudeza, que marcaron un rictus duro en su rostro y el fuego del odio ardió en su mirada. El crimen no podía quedar sin castigo. Miró a la mujer postrada junto al rey esperando alguna explicación..., alguna orden...

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Astaroth_14


Ivanne... todo fue en vano.

La Princesa se acercó a él, y con voz débil pero rápida empezó a hablar.

Este es el fin, querida. No se sobrevive a una herida así. Mis pulmones se encharcan, y pronto habré de ver finalizados mis días. Pero antes, permitidme ser una vez más el mentor que quise ser siempre para vos.

Tosió y el gorgoteo se hizo más intenso. No iba a morir tranquilo, eso seguro.

Mi vida no ha sido larga, pero sí plena. De la nada vine y acabé reinando en estas tierras. He alcanzado tantas cotas como me fue posible, y a todas ellas llegué bajo una única premisa: respeta a quien te es superior en rango, pero contradile. Los poderosos siempre demandamos consejo leal, y quienes nos dan la razón en todo suelen ser lamebotas. Es la mejor lección de política que puedo daros. Sois una mujer inteligente, no dudo de que llegaréis lejos.

Miró fijamente a Ivanne. Los recuerdos, como cada vez, le asaltaron, pero los mantuvo a raya. Había que seguir adelante.

Deseo un funeral por el Rito Reformado en Toledo. Después, mi cuerpo deberá ser preservado y enviado a mi castillo de Arousa, donde mi cripta espera.-hizo una pausa y señaló un aparador.-En el primer cajón encontrarás un rollo sellado. Es mi testamento, deseo que seais mi albacea. Cuando llegue el momento y no antes, deberéis abrirlo y comunicar mis últimas voluntades a la Corona.

Una llamada queda a la puerta y Debian entró en escena. La de Linares parecía afectada como, sin duda, estaría toda la Guardia Real.

Debian, mi querida amiga, acercáos.-forzó una sonrisa sobre las ganas de toser.-Temo que sea un poco tarde para luchar, mi señora. La herida que he recibido ha tocado el pulmón de un modo muy sucio.

Esta vez fue incapaz de contenerse y tosió, cubriéndose la boca con un pañuelo que quedó manchado de sangre.

Casi gustaría de terminar con esto ya mismo-sonrió, como manifestando que se trataba de una broma, pero lanzó una mirada significativa a Ivanne.-A quien me hizo esto la tenéis en los calabozos, dama Debian, mas matarla no os proporcionaría placer o retribución alguna, pues más importante que el quién lo hizo es el quien le ordenó hacerlo. O, al menos, le instigó

La tos volvió con más fuerza y el Rey se desplomó en la cama, respirando irregularmente.

Os agradezco vuestra visita y celo, dama Debian, pero ahora necesito descansar y darle las últimas instrucciones a la Regente.
Lo siento por "echarte", Debi, me alegro un montón de que hayas participado (igual que Miku), pero me muero hoy IG y aún tengo que morir errepé, y para esa escena no podéis estar.

Mil gracias y un placer.

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Debian


Escuchó atentamente al rey, esperando algo que pudiera hacer. La mujer bajó los ojos, callada.

-Lo que digáis, señor.

Realizó un leve saludo con la cabeza y salió en silencio de la habitación. Cerró la puerta. Dos guardias custodiaban la puerta. Se dirigió a uno de ellos.


-Llevame a las mazmorras. Es urgente.

El hombre la condujo por corredores solitarios. Bajaron a los sótanos del alcázar y la escoltaron hasta la celda, donde en un rincón se agazapaba el deshecho humano, que había herido de muerte al rey. Debian se quedó mirándola, grabando en su memoria cada gesto, cada sonido emitido... Miró el muñón sanguinolento y sonrió torvamente. Le esperaba un gran suplicio a la asesina. Después giró sobre sus talones y marchó de allí.


El placer ha sido mío, Asta. No te preocupes.

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Ivanne


Se enjugó los ojos con la manga del camisón sin recordar que aún vestía las ropas de cama -mientras que todos estaban decentemente vestidos- y que se encontraba de arriba a abajo lleno de la sangre de Astaroth. Se hallaba confusa, de tal forma que a la entrada de la Vizcondesa sólo pudo asentir como hacía cinco años hubiera asentido Ivanne, como una niña temerosa del mundo externo.

Antes de conocer a Astaroth, era eso. Una niña. Caprichosa, insolente, dueña de otros y no de sí misma, pero sobretodo desvalida pese a la aparente fortaleza que residía en ella. Por todo sentía miedo; en primer lugar, no hallaba el descanso que la religión aristotélica decía ofrecer, y por consiguiente encontró refugio en la reforma, pese a ser por ello un blanco fácil para todo inquisidor. En aquel momento en que cualquiera la hubiera aprisionado al descubrir su culto, por allá entonces cuando la Josselinière viajaba a Navarra para casarse, Astaroth la hubo acogido con total bondad. Quizás hubiera sido por una cuestión de religión, pero lo cierto era que el da Lúa no se veía en la necesidad de acompañarla después a Tafalla, mucho menos aún de matar al conde con el que la habían casado. Astaroth, realmente, había sido el refugio para ella; la fuerza que a ella en el sitio le hubo fallado, cuando el rey navarro quiso despojarla del condado. Pero por sobre todas las cosas, y más allá de ser su mentor, había ejercido propiamente como padre. Protección, sustento y lecciones. Porque al fin y al cabo, ¿qué es un padre? Si Astaroth se lo hubo proporcionado todo a ella, aún no compartiendo sangre, ¿no debía ella sentirse profundamente agradecida?
Y lo hacía. Sólo sentía una infinita gratitud hacia él, pese a todas las circunstancias, pese a la inquina que sentía hacia su marido, pese al trato en ocasiones violento que había recibido por su parte. No podían obviar que Astaroth se dirigía a ella creyéndose dueño, llegando a parecer que la francesa fuera de su posesión. Pero por aquellas alturas la Josselinière se lo perdonaba todo... todo, todo, todo. Sin una sola falta. Y sin rencores.

No creía haber actuado en vano, si todo acontecimiento instigado por ella había sido por servirle a él y no a otro. Pero definitivamente sí era el fin, y como los perros que huelen el miedo, ella ya olía el hedor de la Muerte. Uno puede morir de tantas cosas... pero por un tajo, y sin batirse de frente a frente, eso no; Dios y los Tres debían ser comprensivos y permitir que el Rey permaneciera, aunque sólo fuera para poder encararse a la escoria que lo había engañado. ¿Cómo habían accedido al Alcázar? Ultraje. Las palabras de Astaroth a Linares la hicieron pensar profundamente sobre esto mismo. Sin duda alguna, Leonor había sido ayudada; y más valía que también la ayudasen después, porque Leonor era suya. Leonor, de hecho, ya iba marcada con la firma de Ivanne, tal y como se marca a la res.
Pero ahora no había tiempo para pensar en venganzas, sino en los consejos que se le daban. Respeto, y contradicción; era tan sencillo pero tan arduo a su vez. Bien lo sabía Astaroth, de otra forma no habría alcanzado aquel éxito para con los suyos. Todo aquel que conoció al hombre que fue antes de acceder al trono, aseguraba que el gallego era un hombre de honor, de los de palabra, consecuente con sus actos; combatiente, pero también desgraciado. Y no mentían. Desde hacía tiempo al Armiño lo rodeaba un aura de pena y melancolía; de silencio perpetuo. La pesadez de su corazón por fin comenzaba a liberarse, comprendió Ivanne.

« Arderán las Iglesias de todo el reino si vos me lo pedís, pero por Dios no me habléis de entierros... » -Le suplicó, e incluso imploró, infructuosamente. Quizá bastase aquel tributo para que el Todopoderoso, sintiéndose halagado, concediera más tiempo a Gondomar.

Los pecados, fueron sus pecados; la soberbia, el orgullo, el creerse poderosa. Era su penitencia y castigo, verle agonizar en cama.

Abrió el cajón en el que se suponía que encontraría el testamento. Ella sería su albacea; una vez más, Ivanne demostraba ser su protectora, y no su protegida, tal y como habían hecho creer al mundo externo. Al llevar la mano al mueble, comenzó a buscar con los dedos, apenas sin querer mirar; recorrieron la madera con impaciencia hasta encontrar un manuscrito concienzudamente enrollado y lacrado, como el trabajo del mejor de los heraldos. Pero también encontró una daga; sin duda, otro arma con historia. La franco-navarra lo desconocía, pero aquel filo había danzado sobre el cuello de una reina, señora muy cercana a él que se ganó la daga a pulso de aplastar a sus enemigos; casualmente, al marido de Leonor. Todo parecía cobrar sentido ahora, pese a que Ivanne no lo entendiera; había tanto que desconocía de él...
No pudo más que tomar la daga entre sus manos, asombrada por el hecho de que el Rey guardara un arma en uno de sus muebles; ¿hasta tal punto sospechaba de sus contrarios?, sin duda era un hombre precavido, razón por la que, quizá, había vivido tantos años. Aunque bien podría haber sido porque el Rey lo tenía todo planeado; de él se sabía su desmesurada inteligencia para la estrategia y la previsión de los hechos.
La sangre se le heló en el pecho, pero también en las manos, que sostenían inmóviles un puñal pobre en ornamentos pero muy rico en significado. Aún miró al Rey, pretendiendo no comprender ni una pizca de lo que se hablaba. Pero estaba claro, él no dejaba de insinuarlo, y de hecho era la razón por la que el testamento estaba allí guardado y no en otro lugar. Le miró suplicante; "por los Tres, no me lo pidas".

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