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[RP]El vino de la Toscana.

Lisena
La arrastraron de pronto, como si el Diablo reclamase su alma en el mismísimo Infierno. Y la encerraron en una habitación muy caldeada, que apenas había sido ventilada. Estaba sucia, y te sentases donde te sentases, estaba segura de que podías coger alguna enfermedad, sobretodo venéreas. Y allí estaba ella, la quinta. La que le había salvado, por decir así, de las zarpas del resto de meretrices que, llenas de codicia por ver belleza en otros cuerpos al igual que antaño en los suyos, gustaban de torturar jóvenes como ella, de cuerpo lozano, agraciado y deseado por los hombres.
La sentó con cuidado, se fijó entonces en que aún sostenía la tela, como si fuera su mayor tesoro, y socarrona con ella por haber recibido semejante bofetada a causa suya, decidió burlarse de lo que guardaba con tanto recelo de los ojos del mundo.


¿Te has visto, niña? Deja de engañarte. No sigas guardando esa tela intacta y úsala. La vida te lo quita todo, ¿no me ves?, y todo por un trozo de pan duro. ¿Qué andas, no te basta con lo que se te ofrece?, el perro que muerde la mano que le da de comer, recibe, y la perra que rechaza lo que le dan, muere de hambre. ¿Me comprendes? ¡¿Me has entendido, estúpida niña?!- se hallaba impotente por la situación. La mujer había vivido algo parecido cuando era más niña, y el haber escogido un camino con menos engaños le había llevado a una práctica igual a la ofrecida desde un principio, salvo porque la ejercía con muchos más y ganaba aún menos. Por supuesto, el discurso sobre la tela tenía un doble sentido que, por primera vez, la dulce flor de Lis había conseguido entender.-Si no lo haces por él, hazlo por tí. Estoy segura de que quieres mucho más, todas las de esta profesión lo hemos querido. ¿Y qué hay?, miseria. Porca miseria! No te engañes, a ti nunca, es a él a quien se lo debes hacer. Capito?

Fue zarandeada varias veces, pero ello no había impedido que la joven se fijara en el rostro de la signora. Estaba enrojecido por el golpe, lloroso el ojo y el ánimo más crispado que por aquel simple hecho de su ignorancia para con el Mallister. Había estado jugando con fuego hasta la fecha, y hasta que no vio quemarse a otros, no supo reaccionar.

¿Te ha golpeado?- preguntó, en un retorno a su delicada inocencia.

Sí, pero eso no tiene importancia. Lo que importa es que seas dulce con él, así no te sucederán estas cosas. Un poco de dulzura, ternura, y cuando le tengas tuyo, sé salvaje. ¡Ojo!, con moderación. El perro que muerde la mano que le da de comer... -lo dejó en el aire. Y no le extrañó que fuera ella la que controlase al resto de las chicas de la calle. Era una Celestina en toda regla, y a pesar de sentirse impotente porque había consentido la bofetada y cumplía con las expectativas del Mallister, se compadeció por ella, que la creía tonta e inexperta en aquella clase de engaños. Había olvidado que las mujeres nacían con el engaño dominado, por lo que procuró demostrarlo en aquella ocasión.

... recibe. Y la perra que rechaza lo que le ofrecen, también. Y sino muere de hambre. ¿Cierto? -contestó, demostrando que se sabía la lección de aquel día.
La siguiente lección a esa fueron las artimañas melosas con las que embaucar al hombre. La mayoría en italiano, otras tantas en práctica. Poco o nada importaba, pues lo que le sumaba mayor interés no era más sino que el provecho que podía sacar. Y Lisena, ella misma y desde un principio, lo había sabido deducir. Sólo la faltaban los recursos.

Entonces, una puerta se fue abriendo, súbitamente. La oportunidad de escapar, entiéndase.


¿Cómo te atreves, Césare Mallister? -la puerta de la habitación también la fue abriendo, mas con una velocidad paulatina y constante, sorprendiéndolo- ¿Quién eres tú para golpear a esa mujer? -se fue acercando a él, aumentando el ritmo. La camisa quería desprenderse de ella, caía de lado a lado, rasgada.- ¿Quién me asegura a mí que no vayas a hacer igual conmigo? ¿Tú?- casi se mofó, cambiando el gesto por uno angustiado, aproximándose aún más hasta él, desnudo.- ¿Soy yo a la que quieres? ¡¿No me tienes acaso delante?! ¡Respóndeme! ¡¿Hace falta pagar un precio tan caro por mí?!

Y se deshizo de su ropa, hasta quedarse desnuda, como él, ante su vista maravillada de hombre cautivo por el deseo. Cayó entonces, arrodillada junto al barreño y ante él, aferrada a su cuerpo como el Mallister al de ella. Entonces comenzó a pronunciar las palabras que la mujer le enseñara hacía escasos segundos, del mismo modo que fue cuidando el gesto y las reacciones hasta el momento.

Siempre con la dulzura requerida, la pasión ansiada y el cuidado que hacía falta, para mirarle, desde tan abajo, a los ojos. Dulcemente, acariciándole sin tocarle, con unos ojos tan oscuros y brillantes de llanto de mujer, desgarrador como ávido de placer.


Sei tuo il mio grande amore, ma si tu rompere il mio cuore...- suspiró, creyó estando hacerlo bien. Al menos funcionaba, desde ahí veía que sí. Y se fue levantando, poco a poco. Entró junto a él, le abrazó con cuidado, y le sentó, haciendo ella lo mismo sobre él.- Tu fai impazzire.

Mi gran amor es tuyo, pero si rompes mi corazón... Me volverás completamente loca.

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Cesar


Una vez dentro junto a él, la tenía donde quería. Al fin y al cabo, traer a aquella mujer para que le diera un repaso a la fiore de Lys no había sido tan mala idea. Pero eso ya quedaba atrás.
Ahora los besos y caricias se sucedían. Ella sobre él buscaba sus labios. Las hábiles manos del de la Vega subían y bajan siguiendo transparente rutas por la espalda de la joven. Las piernas eran senderos por descubrir, y el Mallister, de espíritu aventurero, las exploraba palmo a palmo, sin dejar ningún recoveco virgen.
Aquellos ojos le cautivaban, se había convertido preso de aquella mirada, que a veces era capaz de partir a un hombre en dos, y otras de sanarle las heridas más hondas. El cabello envolvía su cuello, perseguido por el Mallister y el cual intentaba dar caza. Los ondulados mechones de la de Toledo envolvían a Césare. Él se deleitaba por mecer, de tanto en tanto, esos cabellos que colgaban.

- Ti farò sapere quello che voglio, perché non è una gioco bambina che sei quello che desidero.-y le cogió con las manos la cara.- Voglio insegnarti l'amore...

La besó de nuevo, desatando una contienda de amor. Ella movía sus manos por su pecho, jugaba con sus labios, lo hacía callar y le besaba de nuevo. Las piernas de Lisena, cuando no eran acaricias por el valenciano, se ajustaban a la forma del cuerpo y el tamaño de la bañera. La piel humedecida por el agua resplandecía ante los rayos de sol que entraban por la ventana de aquel cuarto.
Sin embargo, la puerta se había quedado abierta, dando pie a espectadores indeseados.

Resonó en el suelo unos cacharros, hicieron gran estruendo, atrayendo la atención de los amantes.
De pie, con el rostro descompuesto se encontraba Fabio. ¡Fabio! ¡Siempre era él! Sin embargo, hizo algo que jamás hubiera hecho antes.

-Figlio di putanna, Mallister.-y echó a correr. Hacia abajo.

Por segunda vez en un mismo día le habían insultado. ¡Plebeyos! ¡Dos plebeyos insultándole! Nanaí, se quitó de encima a Lisena, que se había tapado las vergüenzas con los brazos y salió tras el muchacho.
Iba desnudo persiguiendo a Fabio, que torpe de pies, bajaba lentamente las escaleras. Al llegar poco antes de la sala principal lo derribó al suelo. Se enzarzaron en golpes sin dirección y destino, hasta que el Mallister se colocó sobre él. Empezó a darle puñetazos hasta que al cabo de un rato, Gaviolo dejó de defenderse, ya inconsciente. Cuando paró jadeaba, y varios presentes miraban aquella escena sin decir nada. Los miró insuflado de odio.

-¡¿Qué miráis?! Largaos!-y todos empezaron a hacer algo, aunque no tueviera sentido, por tal de no ser el foco de atención de aquel ser descarriado.

Abandonando el muchacho a su suerte, aunque pronto sería atentido, subió las escaleras, hacía el baño, donde estaría Lisena. Pero su flor, se había ido.

Te haré saber lo que quiero, pues no es un juego niña, que eres lo que deseo.
Quiero enseñarte el amor…

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--Fabio_gaviolo




Le había dejado patidifuso la reacción de Lisesa. Le había ignorado. Además, el empujón del Mallister cuando entraba con la cortesana del brazo lo había lanzado al suelo. Unas lagrimillas se deslizaron por su rostro, que apretaba la mandíbula, impotente.
Se levantó, entre sollozos secándose la faz. No quería que le vieran llorar. Con ambas manos, abandonando las flores a su suerte, se sacudió las ropas, quitando el polvo que se había adherido.

Una vez dentro, la mujer que se encargaba de gestionar la posada lo cogió por banda. Era una mujer amplia, gruesa, de cabello moreno y poco poblado, sus dedos, rechonchos y cortos se movían con asombrosa agilidad en los continuos quehaceres. Sus piernas, cortas, le dotaban de una baja estatura.

-Vamos, chicho, prepara junto a mi hija el cuarto para que tu señor se bañe. ¡Haz algo útil!

Y lo mandó junto a una chica, de unos diecisiete años que era la viva imagen de su madre. Esta además, parecía tener aun menos gracia, ya que su cuello quedaba escondido entre unos pechos que no entraban en el corpiño y una papada digna de mención. Ambos trabajaron juntos, en silencio, él cargaba las cosas, y ella las disponía para que il signorino pudiera, más tarde, encontrarlas y usarlas.

Una vez acabaron bajaron. Gaviolo se fue al comedor, donde había más gente y la hija, requerida por todo tipo de hombres, iba rellenando copas y haciéndose la coqueta. Sin embargo, Fabio sólo podía pensar en Lisena Álvarez de Toledo.
Se había recostado en la pared, y estaba una pierna sobre el banco, a modo de advertencia: que nadie se siente. En sus manos, un cuchillo y un taco de queso, iban haciendo buenas migas. De tanto en tanto se llevaba un pedazo a la boca, mientras su mente repasaba ese fatídico momento en el que ella había roto sus ilusiones por aquel día. Y el Mallister… todo era culpa de ese engreído. Siempre le maltrataba y le humillaba, delante de todo el mundo. Cómo le gustaría poder ser él quien un día se vengase. Lo ansiaba. Césare algún día lo pagaría caro.
Pasó bastante rato antes de que saliera de su ensimismamiento. Del queso poco quedaba cuando le hicieron llamar de nuevo.

-Tú, niño. Sube esto que os lo habéis dejado.-gritó la rolliza mujer.

Desanimado subió, peldaño a peldaño, con toallas y otros utensilios, concretamente dos, de madera. Divisó la puerta, no muy lejos de donde estaba él y se acercó para dejar las cosas. Una gran sorpresa se llevó al ver a los amantes. Descubrirlos, fue un baño de agua fría, y en parte, de realidad. Se quedó unos segundos con la boca desencajada, hasta que le flaquearon los brazos y cayó todo. De repente, un calor empezó a salir de sus entrañas.

-Figlio di putanna, Mallister.-Al ver la reacción del de la Vega, salió corriendo.

Primero tropezó al bajar las escaleras, cayendo en los últimos escalones, pero se levantó raudo, dispuesto a librase de aquel condenado. Giró y entró en el comedor, atravesándola. El Mallister, con las vergüenzas al aire, iba tras él, ignorando a los comensales. Fabio no tardo mucho en llegar a la sala principal. Sin embargo, antes de entrar del todo, fue derribado al suelo, por el valenciano, que como una sierpe, de lengua envenenada y ponzoñosa mirada, escaló hasta su altura, emprendiéndola a golpes.
Al principio el joven se defendía como podía. Poniendo los brazos de por medio, pero poco a poco, impacto tras impacto, empezaron a flaquearle las fuerzas, y a darle todo vueltas. Hasta que la oscuridad le envolvió.
Lisena
Se le antojaron un tanto elocuentes las caricias, y los besos, ¡ay, los besos! Bajara Dios y viera, y probara, y pecara. Y entonces sí que nos perdonaría a todos. Unas manos hábiles se deslizaban por su talle con la cautela de un perro viejo, mientras que la áurea mirada de la joven se abría ante él en éxtasis. Sin embargo se resistía, se resistía como la meretriz le había sugerido, y así fue como sin alegría ni pena no pasó nada más que aquella noche en el camino hacia Grosseto.
La interrupción de Fabio fue cuestión de un momento, apenas imperceptible para Lisena. Césare la asió de nuevo del talle, alzándola sobre sí mismo, y llevándose una porción de agua tras de sí salió en búsqueda y captura del muchacho. No lo vio como un pesar, de nuevo se hizo a la idea de que aquello era una oportunidad. Cuanto más esperase, más deseada sería, y el deseo le iría corroyendo desde adentro, día tras día.

Cogió las toallas cuya función no era la de arropar el cuerpo de ella, sino del hombre, y haciéndolas suyas se deslizó con sigilo hasta sus cosas, como quien huye despavorido en la noche. Algo intranquila por la situación, asomó la cabeza tras la puerta y por último se aventuró a avanzar, en puntillas, hasta el otro lado del pasillo para salir por alguna puerta trasera, siempre mirando atrás, por lo que pudiera pasar.


¿Qué haces, bambina? ¿A dónde vas? Dudo que hayas terminado già. Dime, ¿le ha gustado?

Pegó un brinco. La sorprendió.

Esto, yo, ... Pues... Emm... No.

¡No balbucees! ¡Habla!

Que no. Su criado interrumpió.

¿Cómo? ¿Y te vas? ¿Sabes lo que le va a ocurrir a su criado? ¿Y lo que te va a pasar a ti? Más te vale que a la siguiente sepas seducirle. ¡Ven!, haremos lo posible.

Se le heló el alma. ¿Fabio?, cierto era. Iba a recibir una paliza como las de jamás en su vida. La signora le cogió de la muñeca y arrastraba de ella, queriendo llevarla a adecentarse, todo fuera porque aquella niña morena consiguiera más de lo que la meretriz se había procurado a sí misma. Pero Lisena tiraba hacia atrás, y en un momento echó a correr escaleras abajo. Césare no estaba, él ya había subido y buscaba en cada recoveco de la alcoba, y ella, su pobre flor de lirio, se llevaba las manos a la boca, queriendo ocultar su horror ante tanta sangre esparcida por el suelo. Y sobre Gaviolo, sobretodo sobre él. Se lo habían matado. O eso pensaba.

¡Qué haces, vuelve aquí! Como te encuentre junto a él, acabaréis peor de lo que estáis ambos. ¡Ven, vuelve aquí! Que no te vea, y no seas tonta, bambina.

¿Pero no le has visto?, ¡he de ayudarle!

A ti él no te iba a ayudar.

Es de gente de poca Fe dejar a alguien en ese estado. ¿No le ves?, ¡se muere! Esto ha llegado demasiado lejos, por mi causa, el pobre Fabio se muere, ¡se muere! Ese maldito Mallister...


El discurso subía de tono. Volvió a llevársela, viendo que el de la Vega bajaba en su busca, y la arrastró hacia la habitación en la que, desde un principio, quería llevarla. Le mostró un vestido, o algo parecido a uno. Un corpiño, una camisa limpia y las decencias con las que cubrir su nueva condición. Todo a la moda italiana, en un bermellón tan lustroso y potente como angustioso para la vista de muchos. Alguien moriría de un ataque al corazón si no era antes de una paliza.

Veo que sigues sin entenderlo. Si quieres algo, pídeselo, te lo está ofreciendo. Pero dale tú algo a cambio. Meglio? Desde ahora serás su dama, aún doncella, ¡no sabes lo que les gusta tener una bien fresca a la que no adherirse! Y si quieres, sigue con tu vida, pero finge preocupación por él, finge amor. Y tendrás mejores cosas que este vestido. ¿Ahora entiendes mi idioma?, vístete con eso. Presto! Yo te peino. Y ya se te ocurrirá alguna excusa con la que disculpar tu ausencia tras todo esto.

Fue así, entonces, cómo Lisena Álvarez de Toledo empezó a comprender un poco mejor la complicada mente de un hombre, cómo conseguir seducirle con vanas promesas y cómo, tras varios intentos, lo prometido, no pasaba facturas sino beneficios a cambio de lo que el propio hombre, y aquel hombre, pedía.

Prego. -fue la respuesta de la meretriz, gloriosa por haber conseguido lo que el Mallister quería, al tiempo que se la devolvía por la bofetada, pues acababa de enseñar a la muchacha cómo sacarle la sangre poco a poco. Tal y como habría hecho ella, si conservara aún su misma lozanía. Pero no. Ella no lloraría como Lisena lo estaba haciendo ora.
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Cesar


La iglesia de San Pietro se encontraba frente a él. Aquel lugar santo le inspiraba algo más de tranquilidad, y más sabiendo a qué iba allí. El resto del grupo esperaría fuera.
La puerta estaba cerrada, pero era domingo, un día clave pues se realizaba misa y los habitantes de la urbe irían a comulgar en la verdadera fe. Sin embargo la entrada estaba clausurada debido a la temprana hora. Hacía poco que el sol había salido. Picó con fuerza. El silencio fue toda respuesta. Volvió a usar el picaporte, con más fuerza aún. Tampoco. Era posible que el tonsurado aun durmiera. ¡Menudo holgazán sería! Volvió a darle, más fuerte, casi queirendo derribar las puertas.

-Vado già! Vado già!-sonó muy flojo desde dentro.

Un poco después un sacerdote, calvo y de oriunda barriga le atendió. Se le veía molesto.

-Che cosa voglia?-dijo secante.

-Sono Césare Mallister, pater, vengo a che mi confessiate.-dijo el de la Vega. Intentando acceder al lugar.

A regañadientes y porque era su deber le dejó pasar. Entró en el interior del santuario. Este estaba decorado de forma austera, con santos tallados en madera y decorados humildemente. Los bancos se sucedían, uno a uno, hasta el altar, lugar donde se consagraban los rituales y, que por el momento, aun faltaba preparar para el que se iba a celebrar ese día.
Finalmente se llevó al Mallister a un lugar apartado, aunque no había nadie. Estaban separados, imposibilitando la recíproca visión. El sacerdote hizo cuanto debía, y el Mallister empezó a cantar*:

-Pater, he pecado. Muchas son las vergüenzas que pesan sobre mí. La Bestia me engaña, continuamente, y el Altísimo es testigo de ello, más no deseo que mi alma vaya al infierno lunar, y vengo a confesaros todos mis pecados.-respiró un poco.-Para empezar, he pecado de orgullo, con mi actitud para con el resto de mis acompañantes, ahí fuera. También soy culpable de tener en mi cuerpo cólera, espoleado por la Bestia ataqué a un escudero mío, hiriéndolo, pater.-Aquello no le daba ninguna pena, ni siquiera por el chiquillo, prosiguió.-Finalmente, pido que me absolváis de todos mis pecados, incluyendo los de lujuria, que estos días han sido cuantiosos…

Esperó unos segundos callado, aguardando la penitencia. Hacía tiempo que no se confesaba y la penitencia iba a ser dura, no como cuando era niño y le hacían aprenderse algunos salmos. Pero esperaba que no pasara de hacer alguna donación o algo similar. Más que nada, él se confesaba por que ya era costumbre purificar su alma. Al fin y al cabo, el Altísimo le tenía muy olvidado.

-Bien… Os absuelvo de vuestros pecados.-hizo los gestos pertinentes.- Pero a cambio, vuestra penitencia será ir hasta Santiago de Compostela, peregrinar, y realizar una ofrenda. Que Jáh os guarde.

Le despidió con prisas, desde luego el cura estaba deseoso de volver a acostarse. Al salir por la puerta se giró, estaban todos observándole, con mala cara ordenó avanzar. Montó sobre su animal inseparable, y pusieron rumbo a Orbetello.
¡Ya voy! ¡Ya voy!
¿Qué queréis?
Soy Césare Mallister, pater, vengo a que me confeséis.
*A partir de aquí lo hago en castellano, para facilitar la lectura.

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Lisena
Con ternura, fue haciéndose cargo de Fabio durante el resto del camino a pesar de las miradas inquisitorias de Césare. No tuvo reparos en hacerlo aunque tuviera presente el diálogo con la meretriz de Grosseto y, con frecuencia, se encargaba de pensar qué le hubiera dicho que debía hacer al tiempo que vigilaba de soslayo al que sería su dueño, tal y como hubo insinuado la signora. Pero él ni si quiera había reparado en el porte de la muchacha desde aquel incidente. De hecho, no hubo ningún comentario y la abundancia de conversaciones, a diferencia de los días anteriores, escaseaba. Lisena tenía la sensación de que Césare se hallaba dolido. No sabía bien si para con ella, a causa de su desaparición, o porque las atenciones hacia Gaviolo lo estaban matando vivo. El caso era, e hizo sopesar a su mente sobre lo ocurrido, que desde que saliera de la iglesia, el hombre se hallaba callado, confundido y, ciertamente, irascible. No era de extrañar, las iglesias no traían más que problemas.
La camisa con la que había estado limpiando las heridas y la sangre del adolescente se hallaba a un lado, era la camisa que había llevado hasta el día anterior, y cuando se hallaron todos en Orbetello y la morena se hubo asegurado de dejar en buenas condiciones al muchacho, salió en busca de Césare.

Por suerte, sólo serían él y ella, como el Mallister tanto deseaba, pues habían alojado todo lo que custodiaban los guardias, éstos últimos incluidos, en un humilde hostal aislado de cualquier interferencia entre el ruido de las calles y la vieja casona devenida en hospedaje.

Movíanse las faldas de un lado a otro sobre el pajar del establo. Ahí estaba, como la primera vez, desvelado, hasta los dientes de tintineante herreruza y de muy malas pulgas, socarrón y prepotente. Pensó que sabría desviar todo aquello si era cierto y veraz lo que la meretriz le enseñara.


Por fin os encuentro.- Se le acercó, volviendo a hablarle con respeto, queriendo ser cauta. Acarició la cabeza del caballo hasta el hocico con suavidad y sujetó de la bocada al animal, mientras miraba al valenciano.- ¿No vais a hablarme, mi Señor? Me tenéis angustiada desde lo de ayer... Por favor, decidme que yo no a vos. -Fue diciendo, con reprochable seguridad y antojo de niña en los ojos, que brillaban como los de quien acaba de llorar un río de lágrimas. Acercó el rostro hacia el de él con vanas intenciones y, al recibir un rechazo, se aventuró a hablarle el poco italiano que había aprendido durante toda la aventura, que por cierto, lo había aprendido de oídas.- * Che cosa furono delle dolci parole di ieri sera? Li avete dimenticate? O sono io per caso quella che cade nella vostra dimenticanza? Mi volevate insegnare l'amore, dove rimane? Vi confessai il mio e vi siete burlati.

Se le rebeló. Pero no era más que una artimaña, y por medio de la falsa ofensa consiguió atraer su atención. Y una vez atraída, le miró con falso reproche y se marchó a paso rápido. Césare le siguió, sorprendido, queriendo saber más. Ella continuó hablando.

** Non lo capite. Ed ecceda Fabio?, avete esagerato, e quello lo comprendete neanche. Non vedete che temo per vos? -de nuevo, los falsos sentimientos afloraban. No había más que falsedad en aquel momento, y tal y como le había aconsejado alguien el día anterior, alguien enviado por él mismo, camufló sus intenciones con la inocencia de su virtud y la ternura, y ora el rencor, que se veía capaz de proferir a la situación- Siete egoista, e magari la vita ve lo restituisca.

Le reprochó. Estaba consiguiendo lo que quería. Y a continuación, se alejó de él con prisa, casi corriendo, de camino hacia el interior del pueblo. ¿A dónde iría a esconderse de él?, se preguntaba, pues se veía en la necesidad de preocuparlo por ella. ¿Hacia dónde se habría dirigido él? Estaba claro, Fabio ya se lo había dicho alguna vez.

La chiesa.


* ¿Qué fueron de las dulces palabras de anoche? ¿Las habéis olvidado? ¿O por casualidad soy yo la que cae en vuestro olvido? Me queríais enseñar el amor, ¿dónde queda? Os confesé el mío y os habéis burlado.

** No lo entendéis. ¿Y sobre Fabio?, os habéis excedido, y eso tampoco lo comprendéis. ¿No veis que temo por vos? Sois egoísta, y ojalá la vida os lo devuelva.

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No era mucha la distancia que separaba las urbes italianas, y poco después del medio día, tras parar para comer algo, llegaron a la ciudad costera.
El viaje se hizo ameno, los soldados, azuzados por algún tipo de alegría iban cantando rimas, muchas de ellas groseras, en italiano. Otras eran canciones. Ninguno llevaba un laúd, más no hacía falta pues no había quien dudara en hacer de instrumento, emitiendo sonidos rítmicos con su voz. El de la Vega no se implicó en los cánticos, escuchaba en silencio. Fue entonces que acudieron a la mente del Mallister aquellos versos, del dramaturgo que iba ofreciendo sus obras allá donde le quisiesen, sobre todo en Castilla. Miró a Lisena, que cuidaba con sumo cuidado de su paje. Sólo le había roto la nariz, cosa que hacía mucha sangre, pero no se iba a morir. ¡JÁ! Ya le valía a Fabio comportarse de ahora en adelante como un hombre, Lisena no estaría siempre para protegerle. Bueno, los versos que venían a su mente…

Qué es la vida? Un frenesí.
Qué es la vida? Una ilusión:
Una sombra, una ficción.
Y el mayor bien es pequeño;
Que toda la vida es sueño,
Y los sueños, sueños son.

¿No sería acaso un sueño lo suyo? Le costaba horrores entender cómo era posible que aun ella no se hubiera rendido ante él, bueno, acabado de rendir, siempre había… algo, ese algo que lo arruinaba todo. ¡M€rda! Cuanto menos ya podía valerlo si se hacía tanto de rogar…

Entre pensamientos entraron en la ciudad, hospedándose en un antro de mala muerte. Césare deseaba algo de soledad. Reflexionaba sobre su ventura, maldiciendo al Borgia que le había otorgado esa labor. Así fue como acabó en el establo. Entre equinos y otras malas bestias: ratas, cucarachas, hormigas y todo tipo de animales.
Observó, que arriba, subiendo unas escaleras había un pajar, lugar en el cual se podría acomodar. No era demasiada la cantidad de heno, pero podría dormir seco esa noche. Algún ruido había por abajo. Algo se movía. Seguro serían ratas, aun así, miró.

-Por fin os encuentro.-se acercó a Borbón, acariciándolo.- ¿No vais a hablarme, mi Señor? Me tenéis angustiada desde lo de ayer... Por favor, decidme que yo no a vos.

Lisena subió ágilmente las escaleras, que no tendrían más que unos pocos peldaños.
¡Vaya! Con qué roedor hemos topado, pensó. Ella, melosa se le iba acercando, acariciándole el rostro. Se había vuelto una de esas mujeres con veneno en la piel, tacto divino, y hechas de cristal fino. Quiso besarlo y él la rechazó. Recelaba de su nueva predisposición. Sin embargo era incapaz de conocer cual iba a ser la trascendencia de ese nuevo peligro. Su abasto.

-Che cosa furono delle dolci parole di ieri sera? Li avete dimenticate? O sono io per caso quella che cade nella vostra dimenticanza? Mi volevate insegnare l'amore, dove rimane? Vi confessai il mio e vi siete burlati.-dijo haciéndose la ofendida.

Él reaccionó, intentando atraerla hacia él, pero salió huyendo, o más bien, deseando que la persiguieran.
Salieron ambos hasta el umbral del establo, frente a las puertas. Ella sonreía, burlona y pícara. Se rizaba el pelo con su índice, seductora. Sin embargo, lanzaba puñales por la boca.

-Non lo capite. Ed ecceda Fabio?, avete esagerato, e quello lo comprendete neanche. Non vedete che temo per vos? Siete egoista, e magari la vita ve lo restituisca.

De pronto echó a correr. Le iba dejando algo de ventaja para que ella pudiera seguir corriendo, si el Mallister lo hubiera deseado, ya la habría atrapado.
Las calles de la localidad se iban sucediendo, hasta llegar al campanario, que dio paso a la iglesia. Ella repicó, fuertemente, implorando falso auxilio, buscando refugio en la casa del Altísimo. Tardaron en abrir, pero fueron suficientemente rápidos para que Lisena entrara, quedándose el de la Vega fuera, a la luz de aquel espejo del cielo, que llena, alumbraba en la oscuridad de la noche.
Acercó el oído hasta la puerta, sin repicar. Oía la conversación entre el sacerdote y la mujer. Que se hacía entender como podía, pobre, hablaba a trompicones, y según parecía, con más gestos que otra cosa. Se oyeron unos pasos, cuando estos desaparecieron, se abrió la puerta y la de Toledo, sonriente, apareció.

-Miei fiore…

Pecando entró en el santo lugar.

http://reverso.net
Los versos, aunque sean de 2 siglos más tarde, me los adueño

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Lisena
Miei fiore...

Fue todo cuanto escuchó y quiso escuchar. Entró con precaución, ella se alejó varios pasos, y manteniendo la sonrisa de un principio se dio la vuelta, manteniéndole la mirada a pesar de ello. Fue hacia los bancos y se sentó con escrupulosa atención hacia los movimientos del parroquiano, pero ya no estaba, se había desvanecido gracias al breve diálogo con él.
Césare fue haciendo lo mismo que ella, y sentado a su lado, le dirigió una mirada llena de templanza mezclada con cierto nerviosismo.


¿Vuestra flor? -le dedicó una incrédula sonrisa- Hasta hace nada era vuestra...- Calló el comentario. ¿Meretriz?, ¿fulana?, ninguna palabra adaptaba adecuadamente su definición a las circunstancias. Continuó con aquel tono tan dulce y de gata adulada que despertaba recelo en él.- ¿Por qué sois tan variable?, maltratáis como premiáis a Fabio. Y a mí, ¿a mí? Que he de deciros, mi Señor...

Ladeó el rostro, perdiendo la mirada en el horizonte, donde situaba algunas figurillas de los Santos y otros utensilios de misa rodeados de cirios y otras velas que las viudas prendían. El candor de los mismos otorgaba una fantasmagórica imagen al rostro de la chica que, con la boca entreabierta, intentaba expresar duda al morderse después el carnoso labio carmín. El pelo caía, ladeado también, marcando sus ondas en sinuosos vértices hacia lo oscuro, y ella, inconsciente, había aproximado su cuerpo al de él en busca de un abrazo que jamás llegaría. Por ello, haciéndose cargo de la ausencia de consciencia del hombre, absorto en disculparse, tal vez, por estar allí con la muchacha que la había condenado a ir a Santiago, se volvió torrencialmente de nuevo hacia él para darle un beso en la mejilla, en favor de la dulce inocencia con la que se le atribuye a las flores y en procesión de algo más que un simple elogio.

¿Si os pido algo lo haríais? -Le miró, manteniendo en su rostro la inocencia, y aunque no era muy devota se alzó con intenciones de aproximarse hasta las velas y encender una. Deseaba como nadie ver que Césare accedería a hacer lo que ella le pidiera, fuera lo que fuera. Y por el momento, la petición era sencilla y sugerente, convidaba a gustar, y probar, y deleitarse, del cuerpo que tanto se había resistido Dios a entregarle.

Prendió una vela y la puso frente a la efigie de San Antonio, y para cuando quiso volverse se vio impresionada por las manos del Mallister, tomándola desde el talle y volviéndola hacia él. Era una invitación a hablar, más que un acceso a ello, y complacida por ello, le volvió a sonreír por última vez y se puso de puntillas, para darle un beso, en los labios. Muy suave, apenas audible entre las bóvedas de la humilde iglesia, y que hacía entrega del calor que en ella latía por las venas. No quería admitirlo. No debía. No.

Pero el beso deleitaba al hombre, que la asía aún con más ímpetu, y ella, dejándose llevar, queriendo hacerse pasar por una delicada flor de estanque, dejó ver cómo las piernas le fallaban y rehuían ante la pasión.


Cógeme en brazos. -fue todo lo que le pidió, en un susurro, y quedó pendiente de respuesta.
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Cesar


Aquellos carmesíes labios le llamaban, le gritaban. Ejercían sobre él una increíble atracción, imposible de eludir. Sus manos rodeaban las exuberantes caderas de la Álvarez. Césare perdía su control, su persona, sus decisiones, sus deseos, ya entonces, se veían subordinados a los antojos de la de Toledo. Buscaba complacerla, ansiando el premio, cercano, pero nunca lo suficiente. Entonces se le antojaba débil, una mujer sin defensas visibles, de hierro por dentro pero frágil por fuera. Tras besarla esa sensación se agudizó.

- Cógeme en brazos.

La necesidad de protección, de ser lo más galán, adulador y servicial aparecieron en él. En ese momento, el silencio imperaba en la sala, callados, escrutándose mutuamente, no había prisas. Aquella noche era suya, y el sol no tardaría más que lo que debía en salir, y la luna en acostarse. Habló él.

-Con una condición. Que me dejes abierto el balcón de tus ojos de gata…-y la elevó, sosteniendo el peso bajo sus brazos.

La pared pronto hizo de apoyo mientras el Mallister asediaba con sus labios el cuerpo de Lisena. A su lado, unas velas aún encendidas, que contenían oraciones, cayeron al suelo, rodando. La joven apoyó un pie, pero el lugar era inestable. Y cayeron al suelo haciendo gran estruendo, el soporte de madera que aguantaba todos cirios y los amantes. Pero a ambos les daba igual, se entregaban en cuerpo y alma a lo suyo, sobretodo en lo primero.
Tras el pequeño incidente él volvió a cogerla. Llevándosela hasta la mesa del altar, arrollando todo cuanto había por delante. Ambos buscaban el contacto, las caricias, besos… La falda que portaba la mujer pronto empezó a subir. El Mallister no dudó en aventurarse por esos recovecos…

- Alto! Non pecchiate nella casa del Signore!!-gritó de golpe el socerdote. Los ruidos le habían despertado.

Ambos incautos estaban estupefactos y pronto estuvieron de intentar evadir al cura, que gesticulaba enormemente. Iban corriendo, dando siempre la cara a aquel individua que no dejaba de soltarles improperios. Fue entonces cuando vieron que había pasado.
Las velas al caer al suelo, durante la anterior escena de pasión, habían prendido, haciendo que un pequeño incendio creciera en el interior del recinto sagrado. ¡Santa Madonna! Susurró el Mallister, no podía creer lo que había provocado.

-¡Larguémonos!

Y sin lidiar palabra alguna salió corriendo, con Lisena de la mano. Al pasar la puerta vieron que el clérigo les seguía. Corrieron aun más, hasta el hostal, despertándolos a todos y dando orden de marchar. De salir de aquel lugar. Que iniciasen la marcha hacia cualquier dirección. La iglesia ardía y no querían saber nada de ello. De bien que si se quedaban habría responsabilidades, y no era un buen momento.

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Lisena
Dicen que a la tercera va la vencida. Aunque parece ser que no es así del todo.

Ésta vez fue la propia torpeza del Mallister lo que les impidió consumar el acto, y la repentina prisa y agonía por salir de la iglesia imperó al instante. Así que, arrastrándola durante todo el camino, llevóla hacia el hospedaje en el que yacían sus acompañantes y despertaron a todos cuanto más presto supieron. A los guardias a gritos, acostumbrados a ello, a Fabio a golpes, ya que Césare se veía frustrado de nuevo, y al comerciante a empujones (era un señor mayor).
Lisena mientras tanto fue preparando caballos y rocines y cogiendo a una todo lo que podía y más para poder despedirse de Orbetello, si bien no sabía a qué se debía esa presteza por viajar. El de la Vega, en cambio, parecía comprender mucho mejor que lo que acababa de hacer, por mucho que hubiera sido un banal accidente, sería tomado como un acto de herejía y que sus cabezas corrían peligro, el mayor de todos. Exactamente, con la Iglesia habían topado.

Después de todo, también había considerado que gracias a la aparición de la Álvarez la comitiva se había ralentizado y, por no dormir una noche más, no pasaría nada, salvo llegar a Roma, pues estaban a dos día.


Dicen que todos los caminos llevan a Roma, ¿podré comprobarlo? -vaciló un instante la joven, haciendo mofa de la situación y del día y queriendo dar un doble sentido a la frase al tiempo que miraba al Mallister. Éste en cambio la miraba como maldiciéndola. Siempre ella, siempre.

Seguramente la respuesta hubiera sido "Si te cuelgan no creo que llegues a ninguna parte, no al menos caminando", pero por el momento se había optado por mantener el silencio y, haciendo estragos en que fuera así, Fabio se fue quejando de su nariz y del sueño hasta que salieron de la ciudad.
Tras una medida prudente de seguridad entre ellos, por el camino, y de la ciudad, a lo lejos, la de Toledo se volvió hacia Orbetello, apoyándose en el brazo de Gaviolo. Orbetello era más bonita al brillar con aquella hoguera estruendosa y ocasional. Se encendió entonces un extraño brillo en su mirada.


¿Deberíamos contar esto algún día? -irrumpió.

¿El qué? -preguntó Gaviolo, desvelado por aquella noche y las venideras, queriendo ser participe, en un acto celoso, entre la complicidad del valenciano y ella.

Le miró con cierta sorna, y sonriendo por último, le acarició una mejilla con dulzura.

Será mejor que lo dejemos pasar. Duerme, anda.

Gaviolo se extrañó. De nuevo otra indirecta. Césare parecía haberla comprendido y por ello arreó su corcel para que fuera al trote, desparejándose unos metros de ellos. Lisena le miró absorta, pensando en que quizá hubiera sido mejor haberse quedado en el pajar, y tras estos pensamientos, decidió acurrucarse junto a Fabio, de espaldas a él.

El resto de la noche, mantuvo los ojos abiertos, como hasta ahora.

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Cesar


Estaban levantando aquel campamento improvisado. La noche anterior habían huido de Orbetello y se encontraban a medio camino de la siguiente población, la antigua Tarquinii. El sol ya hacía rato que se alzaba sobre el horizonte, iluminando aquellas tierras.
Cada uno de los individuos que formaban aquel grupo iba recogiendo lo suyo: los soldados ensillando las monturas, mirando no dejarse nada e ir bien pertrechados, aquel anciano que llevaba el carromato iba poniendo a punto el plaustro. Fabio estaba en su mundo, recogiendo florecillas y otros seres, bichos en su mayoría, pero todos más listos que él. Lisena recogía sus pertenencias y mientras, el Mallister supervisaba todo.
Habían dormido un poco menos, pero también estaban algo más cerca de Corneto. Aquella mañana, por tal de levantar el ánimo, a parte del mendrugo de pan, el queso y la cecina que tocaba comer en cada comida, el Mallister había repartido algo de miel, para endulzarles la vida y que no se quejaran durante el camino. Después, el preciado manjar volvió a las alforjas, bien guardado, fuera de paladares indiscretos.

La mente del valenciano discurría como un arroyo, trayendo ideas de manera desorganizada, sin sentido alguno. Le vino a la mente València, el tiempo que había estado allí. Apretó las mandíbulas, Rose de Antares apareció en su mente. Había tenido que huir del reino tras abandonar la hueste de su madre, durante aquella guerra, y se lo haría pagar caro, se cobraría todos y cada uno de los días en el exilio. Además, había en el trono, que sería de aire por que en València no tenían ni para pan, una arpía sentada. Desde luego, no podía entenderlo, pero en la villa del señor, todo hay. Prefirió dejar de lado por un rato sus reflexiones y centrarse en otras cosas.

La marcha transcurría lentamente. Mássimo, Manfredi, Sandro y Giacomo contaban sus hazañas, la mitad de ellas mitos, más por permanecer en su imaginación que por haberlas acometido. El mercader, algo le estaría dando vueltas en la mente, pues no soltaba prenda y había permanecido toda la jornada en absoluto silencio. Si no fuera por el traqueteo del carromato, se diría de una estatua. Fabio hablaba con la de Toledo y él, el Mallister, iba y venía, unas los escuchaba, otra prestaba atención a los soldados.
Corneto se dibujaba, poco a poco, en la lejanía, apareciendo como una isla de casas en el mar de la Lacio. Con sus tejados típicos, la población parecía acogedora.
Se le antojaba tan acogedora como los brazos de Elisabetta. ¡Elisabetta! Aquella mujer capaz de doblegar a cualquier hombre con sus ojos. O al menos, a cualquier hombre como el Mallister. Deseaba volver y cobrar su recompensa, que bien seguro, Agostino, su fiel enano se aseguraría de que hasta él llegara. ¡Agostino! A fe que aquel ser tan menudo valía más que cualquier otro. Siempre le había guiado, en la infancia, adolescencia y ahora. Le ayudaba y enseñaba cuanto sabía, lenguas, pero sobre todo, a controlarse, pues él se guiaba normalmente, por impulsos. Deseaba volver, a lo de siempre, a aquella calma antes de la tempestad en la que se había metido. En la que se encontraba envuelto con el cardenal, feo de narices, como todo Borja, con Lisena, de la cual tampoco sabía demasiado, y con el inútil de Fabio.
Lisena le llamaba la atención. Le atraía, como cualquier moza que se dejara engañar por el bribón. Sin embargo era algo diferente al resto, quizás por las circunstancias, quizás por su carácter, pero esa resistencia, activa al principio, y luego pasiva le espoleaba a seguir empeñado. No hasta que la consiguiera. La añoraba, igual que todo lo de los días anteriores, aunque la fémina siempre representara problemas. De la Álvarez volvió a pensar en Elisabetta.¡ Mon dié si la echaba de menos, ella sabía como tratarle!

En aquel momento Sandro comenzó a reír a carcajadas, atrayendo la atención del de la Vega.

-¡Si tu supieras! ¡Condenado! ¡Cómo chillaba tu hermana!-y todos rieron menos Manfredi.

-¡Vaffancul0! Si te hubieras acercado a mi hermana te habrías quedado sin c0glioni, aunque poco falte para eso…

Aquello parecía prometer. Desde luego que había asperezas entre aquellos hombres, sin embargo, para dos días no iba a ser el Mallister quien las limase. Prefirió gozar del espectáculo.
La comitiva entró en la ciudad, poco después de comer y antes de que cayera el sol, entre risas, con dos bufones, muy fanfarrones, acordándose de las familias del otro, y con muy mal perder.

http://es.wikipedia.org/wiki/Tarquinia
Tarquinia, hasta el año 1872 Cornéto, luego hasta el 1922 Cornéto Tarquinia. Tarquinii en latín.

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Lisena
Por supuesto, fue a ella a quien le había tocado preparar las rebanadas de pan duro con la cecina y el queso, y todos ellos tuvieron que disfrutar de aquellos manjares ensillados sobre los animales e incluso alguno se sentó a acompañar tanto a Lisena como a Fabio sobre el carro. Y tras la comida, las puertas de la ciudad quedaban más próximas a ellos, y justo en la hora cumbre del Astro Rey, llamado Sol por todos, y cuando la digestión de la comida hacía que el sueño y cansancio acumulados surtieran efecto, fue cuando el joven Gaviolo quiso entablar una conversación con la muchacha, cuya piel empezaba a dorarse bajo los rayos del Sol para su disgusto.
Aprovechó así la improvisada escaramuza entre los soldados del Mallister y que éste último se había aproximado hasta ellos para hacer de su desgracia burla.


¡Ten!, son para ti. -le dijo de pronto el muchacho, y extendió el brazo haciéndole entrega de unas margaritas silvestres alternadas a flores de lavanda que comenzaban a quedarse mustias-Siento que no sean tan bonitas como las que te quise dar la última vez. ¡Eran amapolas!, las ví y me recordaron al rojo de tus labios... -se ruborizó, y volviendo a hacer alarde de su galanería, insistió en que Lisena cogiera el ramillete- Yo... esto,... Cógelas, por favor, en significado de mi amor por ti, Lisena.

La muchacha miró las flores con sorpresa. Vaya, así que era eso, Fabio estaba enamorado de ella. ¿Cómo podría haberlo ignorado hasta la fecha? Pero aquello era un sentimiento peligroso. Tanto para él como para ella. Para Fabio, porque no debía tocar lo que su amo ansiaba, y ella, que aspiraba a lo alto, sabía que un desliz como aquellos la podían llevar a la más ignominiosa de las fortunas. Por ello, decidió que lo más sensato y prudente sería hacerle un rechazo.
Sí, aquellas cosas dolían y mataban lo más profundo del alma, pero consideraba un precio lo bastante ridículo en comparación con la preserva de la propia vida. Por ello, gesticuló una mueca y retirando con su mano las flores, le fue hablando con la mayor suavidad de la que se supo capaz.


Fabio, no, no hagas esto... Vas a estropear nuestra amistad y... Además, yo no...

Pero la ofensa era tal, que el Gaviolo se vio afrentado. Retiró su mirada al tiempo que el rubor crecía, fue entonces cuando resonó una carcajada del Mallister en el aire y él, ciego de ira y guiado por los celos, arremetió contra ella. Se alzó en el carro y comenzó a decirla improperios, ignorando las miradas de los desconocidos.

Porca miseria! ¡¿Le prefieres a él?!, ¡dímelo! ¿Qué ha hecho él que no haya hecho yo, putanna? ¡¿Has visto cómo te trata?! ¡Eres una estúpida, vaffancul0! ¡Yo te amo, Lisena, no me desprecies así! -gritó, exasperado y totalmente fuera de sí, cogiéndola con una bestial fuerza de la muñeca de su siniestra y zarandeándola con fiereza, como si de una muñeca de trapo se tratase.

¡Suéltame! -le dijo, queriendo no llamar más la atención. Pero ya era tarde, tanto los soldados como el de la Vega se habían vuelto hacia ellos, alarmados por los gritos y la situación aquella, tan comprometida, e incluso alguno se iba aproximando con intenciones de rogar discreción, pero la joven se había vuelto demasiado impaciente en aquellos últimos días y, armándose de valor, como las anteriores veces, fue a responder, cual áspid amenazante- ¡He dicho que me sueltes!

Y cerrando el puño con fuerza, manteniendo la muñeca firme y el brazo en tensión, le dio un puñetazo en oblicuo en la nariz, logrando que la soltara y que se desconcertara un momento. Notó que dos hombres estallaron en carcajadas y, ella, sin saber bien qué decir o qué hacer, pegó un salto hasta el suelo y corrió, perdiéndose por una de las calles. Cuando creyó conveniente, se detuvo y se sentó en la plaza de la ciudad. Estaba vacía, apenas pasaban unos pocos transeúntes, en su mayoría a caballo, pues la verdadera actividad residía en el mercado a aquellas horas del mediodía.
Se sentó con las piernas abiertas, sobre un poyo de piedra pulida y muy próxima a una fuente de agua, y apoyó sobre sus rodillas los codos para llevarse las manos a la cabeza y pensar, sólo pensar.

¿Tanto escándalo por ser el capricho de un hijo de Condes? No lo comprendía, o no acababa por comprenderlo del todo. Fabio siempre la había tratado con aquel recelo que distaba un margen entre ellos dos, ¿y ahora de repente confesaba su amor por ella?, el puñetazo se lo tenía merecido. Ojalá le doliera, más incluso que el rechazo. Ojalá le sangrara la nariz durante días, ojalá. Y sino ya se encargaría ella de que fuera así. Porque le dolía mucho la muñeca de su mano izquierda, e incluso tenía la marca, y Lisena no consentía que ningún hombre, por muy niño que fuera, le pusiera la mano encima. Ya había recibido su escarmiento Césare, e incluso seguía recibiéndolo, no iba a ser Fabio menos.
Consideró entonces que quizá hubiera sido un error haber salido corriendo de allí. No se interesarían por buscarla de nuevo, ¿para qué?, era una carga. Además, no tenía nada de valor encima como para causar mayor interés en ninguno de aquellos hombres o cualquier otro. Tan sólo tenía aquella camisa usada y el vestido de la fulana aquella de Grosseto, que tan amablemente le había hecho entrega. Vaya, ni se había dado cuenta, había cogido la camisa antes de huir. Tenía la sangre de Fabio, de cuando Césare le había propiciado aquella semejante paliza, y fue ella, la única además, que se encargó de sanarle. ¿Quizá sería por eso que Gaviolo se había enamorado?


Que se joda.- y escupió al suelo, pensando en buscarles para incorporarse de nuevo al grupo.
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Tras los gritos y el puñetazo, vio a Fabio desplomarse sobre el carro mientras Lisena huía. Pero a diferencia de la anterior vez, nadie la siguió. Gaviolo de nuevo gritaba, como una gallina a punto de ser desplumada. Todos echaron a reír. Aquel adolescente volvía a sangrar por la nariz, incluso más que la anterior vez, desde luego, le iba a quedar la napia torcida de por vida.

-Por el Altísimo, idiota, deja de chillar como un gorrino y compórtate, que aunque ya te peguen hasta las mujeres no tienes por qué montar estos numeritos.-dijo con desdén.-¿No ves que todos los presentes de ahora en adelante te reconocerán como el escandaloso de Cornéto?

Todos se habían parado, atrayendo la atención de viandantes y curiosos que habían formado un círculo, pero nadie se atrevía a socorrer al muchacho herido. Así pasaron unos minutos, mientras los militares se burlaban de él, el Mallister iba agotando su paciencia. Hasta que desmontó de Borbón. A grandes zancadas se aproximó al infeliz que seguía lloriqueando y lo puso recto, para poder proseguir con la marcha, y de pronto apareció la de Toledo, rebuznando brujerías inaudibles. Al acercarse, con una dulce sonrisa y con muy malas intenciones, habló al de la Vega.

-¿Mi signore… me permitís subir con vos a vuestra montura?-dijo la joven lanzando una mirada asesina a Fabio el cual no cabía el odio en su pecho.

Césare lucía una boyante sonrisa, socarrona y con toda la mala intención del mundo, pues había oído al mochuelo, y estaba herido en el orgullo. Desde luego, iba a regodearse matando de celos a Gaviolo.

-Claro, querida, acercaos cuanto gustéis…-estiró aun más la sonrisa, mientras a Fabio le resbalaba una lagrima de impotencia.

Una vez encima continuaron el camino. Aun quedaba para la puesta de sol y quería dejarlo todo listo en la posada, para salir a pasear un rato por la urbe. Necesitaba algo del mercado y más tarde, junto al resto y algo de vino barato, celebrarían la penúltima jornada de aquel viaje e irían a descansar, reponer fuerzas para ya sí, alcanzar la ciudad eterna.

El camino hasta el hostal no fue largo, pero sí tenso. Las risas no habían suavizado la disputa entre ambos guerreros, y el odio de Fabio se palpaba en el ambiente, cuasi respirable.
¿Celoso? ¡Imposible! Pero lo que era del Mallister, de nadie más era. De eso podía estar seguro, y Gaviolo se había excedido en demasía. Además, ¿cómo aquel maldito bastardo de una casa secundaria se había quedado prendado de aquella vulgar muchacha? Desde luego a ese asunto y otros el de la Vega le daba constantes vueltas. Debía tener cuidado, pues ahora dormía junto a él el enemigo. O alguien que deseaba su muerte. Debía deshacerse del muchacho, pero tampoco podía matarlo, si no debería dar explicaciones a aquel calvo ancho de huesos que se hacia pasar por el progenitor del inútil.
Las dudas le asaltaban. ¿Un accidente? Quizás, pero ¿cómo? Envenenarlo sería muy sospechoso, pues aun no había sobrepasado las quince primaveras y gozaba de buena salud. En cambio, asestarle con acero sería declararse como un criminal, un asesinato. Maldijo su suerte.

Llegaron y se acomodaron en el lugar. Decidió dejar sus pensamientos a un lado, para más tarde, cuando fuera al mercado. Le apetecían almendras, se compraría unas. Pero en aquel momento tocaba asegurarse de dejarlo todo bien vigilado. No fuera que la última noche fuera la de su desgracia. Nadie debía apoderarse de lo que aquellos baúles portaban.

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Lisena
Sentía la mirada de Fabio clavada en ella, y nada la incomodaba más que ello. Por tanto, se aferró cada vez más al cuerpo de Césare y sosteniéndose con sus manos como si fueran garras, buscó la protección que requería en y de él.

Se quedó dormida.

Al despertar, Césare sostenía el corcel de las riendas y esperaba a que ella bajara. Había comentado algo sobre el mercado y unas almendras mientras ella aún dormía, y con cierto remilgo, miró al valenciano y le pidió que la ayudara a bajar. Éste la sostuvo del talle y casi tirando de ella la bajó.


¿Y ahora qué? ¿No deberíamos seguir el camino? -le dijo, mirándole perdida, sin saber bien hacia dónde dirigirse. Aquella "pequeña" siesta la había aturdido, y llevándose la mano a la muñeca recordó cuando Gaviolo la asió de la muñeca con aquella brutal fuerza. Aún le dolía. Pensó que la había dañado y se asustó por un segundo.- ¿Y tu criado? -le preguntó exaltada, mientras el Mallister la guiaba hacia el mercado.- ¿Por qué eres tan injusto?, no hace nada el muchacho, y recibe palos. Sin embargo, me hace daño a mí, y tan si quiera te inmutas. No te importo nada...

Comentaba, aún acariciándose la muñeca maltratada por el joven, distrayéndose de vez en cuando en los puestos del mercado. Y en el fondo vio a una gitana, queriendo vender ramitas de romero y anunciando saber y poder leer el futuro, lo que la llamó bastante la atención y, queriendo aproximarse a aquella mujer, arrastró de la mano a Césare a lo largo entre las gentes.
Quedaban escasos metros de distancia entre la gitana, ya mayor, y ellos, cuando Lisena se volvió y echando su cuerpo hacia el de él, le habló en un susurro muy meloso, lleno de argucias. Seguía dormida pero no por ello era tonta.


Anda... Compradme una, mi señor. Me gusta mucho el romero.
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Cesar


Lisena le había arrastrado a escasos metros de la zíngara. Una mujer mayor, de pelo cano y poco poblado, vestida según las tradiciones que marcaban su pueblo, sostenía un ramillete de hierbas. Entonces fue cuando la de Toledo, con la astucia de un zorro se acercó al Mallister, rogando.

-Anda... Compradme una, mi señor. Me gusta mucho el romero.

El italiano no podía creérselo. La muchacha ya estaba con caprichos y él debía atender asuntos más importantes, para empezar, su estómago. También entraba en sus planes hacer llegar un correo a Roma, a un viejo amigo. Finalmente decidió ir por faena y aplacar el antojo de la Álvarez. Se acercó hasta la gitana de morena piel a la par que buscaba su bolsa.

-Tú… gitana… ¿cuánto cuesta el romero ese que llevas en la mano?-la mujer hizo un gesto con las manos, marcando un precio. El Mallister apoquinó lo acordado, sin regatear. Buscaba sus malditas almendras. Y tras darle a la joven lo que había pedido, empezó a hacer camino por las calles de aquel mercado. No se percató de que la zíngara se había quedado mirando a Lisena, largo rato.

En el mercado había gran cantidad de cosas, pero él buscaba los manjares. Se vendían ya los últimos pescados, no muy frescos, la fruta, el pan y algunas carnes aun por despachar era cuanto ofrecía aquel lugar de comercio cuando empezaba a caer el sol. Anduvo unos pasos más hasta que su olfato delató la posición de lo que buscaba.
Una señora fornida vendía aquello que con anhelo buscaba. Pidió unas cuantas garrapiñadas. Y tras hacerse con ellas empezó a buscar quien pudiera partir aquella misma noche para advertir a Rebbechi. Iba a requerir de su ayuda, pues las callejuelas de Roma, intuía, iban a convertirse en la trampa perfecta. Y desde luego, aquel cargamento, valía más las armas que portaban.

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