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[RP]El vino de la Toscana.

Cesar


En la villa de Montevarchi, bajo el sol abrasador se encontraba un árbol, que protegía al cuerpo que yacía con el torso desnudo. El calor sofocante de esos días hacía sudar a Césare, que a la sombra del pino repasaba la lectura de unos versos antiguos en griego. Homero le era ameno, y su lectura le entretenía las tardes en las que se aburría, que eran muchas. El sudor resbalaba sobre su piel, haciendo que brillara cada vez que el sol las alumbraba. De tanto en tanto corría algo de viento, refrescando al Mallister.

Entre los objetos esparcidos alrededor se encontraba una copa de vino, ya vacía, que descansaba tirada a escasos centímetros de su cabeza. También estaba su camisa, empapada, unos rollos con más lecturas y sus botas, que se las había sacado por comodidad.

La villa en la que residía en la Toscana, había sido propiedad de los Pitti, una antigua familia nobiliaria, que residía principalmente en Florencia y que, en 1421, la última poseedora de las tierras y propiedades, Caterina de’ Pitti, esposa de Guido de Moncione fue asesinada junto a su esposo. Tras el “accidente”, y sin herederos, la Reppublica Fiorentina se adueñó de todo, y más tarde, la finca se vendió, pasando de manos entre distintos propietarios, hasta llegar al hijo de la condesa, que con ayuda de las rentas y algún que otro botín por pillaje, la adquirió.
El lugar disponía de un campo de viñedos adyacentes y una bodega en el interior del recinto, el cual, Césare había mandado fortificar y actualmente se llevaban a cabo obras de ampliación para que hubiera espacio para el no muy numeroso séquito del italovalenciano. Uno de esos seres, el pequeño Agostino, pequeño por tamaño y no por edad, pues era enano, salió al encuentro de Césare.

Con la calma habitual del cada vez más anciano enano, tras dar con el Mallister le comunicó una visita.

-Mon signore, Elisabetta ya ha llegado.

-Decídle que en nada estoy allí, antes debo arreglarme para presentarme en mejores condiciones.

-Mon signore, como de costumbre, ya está advertida.

Césare asintió. Como de costumbre, se tomaría su tiempo, antes de verla. Como dicen, lo bueno se hace esperar.

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Cesar


Un ambiente cálido impregnaba la estancia. Las mejores pieles que tenía las había sacado y colocado en su lecho, aunque no eran del todo necesarias debido al calor. Las paredes de la habitación estaban cubiertas por algunos tapices con imágenes épicas y gloriosas. El viento entraba por la ventana, abierta de par en par que aireaba la estancia, llevándose los gritos ahogados y gemidos que hacía poco inundaban el lugar.

Un mechón rubio se le había quedado pegado a la frente. Con cuidado, Elisabetta, con su dedo índice se lo apartó y acto seguido, le besó en la frente. Observó detenidamente, cada surco cavado por el sol, cada mirada. La joven sonrió.

-No he venido sólo por esto.-dijo sonriendo, melosa y cariñosa cual gata.- El cardenal Spadalfieri Borgia me envía. Quiere que le ayudéis con un tema delicado…

Calló aguardando una respuesta. Mientras, le acariciaba con las manos y acercaba sus labios a la piel del Mallister. En un momento difícil, como aquel, ya cansado y en el que sólo deseaba descansar, otra deuda contraída con la sotana roja, como era disfrutar de Elisabetta, era difícil de solventar con una respuesta ingeniosa, y como ya era habitual en las visitas de la mujer, acabó aceptando sus súplicas.

-Iré a visitar a Spadalfieri, pero como cualquier Borgia, no es de fiar, nunca son de fiar, ni los de este lado del mediterráneo, ni los del otro. Iré a cambio de que os quedéis unos días más. Sólo unos días.

Ella negaba con la cabeza a la vez que repetía que el eclesiástico pedía su comparecencia lo antes posible.

-Mallister, querido Mallister, debéi ir ya, el Borgia os apremia y me hizo venir con la mayor celeridad posible.

-Si el cardenal me necesita, que me hubiera llamado antes, ni soy su aliado ni me va a comprar con una fulana…

No terminó la frase, Elisabetta se había levantado y, tapándose con una de las pieles se alejó hacia la ventana. Él ya sabía que la muchacha era fácil de enojar, y gustaba de hacerla rabiar siempre que podía.
Con mucha calma, Césare hizo el mismo camino y se acercó por detrás abrazándola con cuidado. Unos segundos pasaron antes de que ella empezara a hablar.

-Suéltame.

-No quiero.

-Pues yo quiero que me sueltes e irme.

-No quiero que te vayas. -Con cuidado empezó a girarla, para verle la cara. Mirar a sus ojos y ver el espejo de su alma.

Unos segundos de silencio pasaron antes de que la besara y tomándoselo como que accedía a su petición, se la llevara de nuevo al lecho.

Césare aun recordaba cómo conoció a la joven. En la catedral de Florencia, hacía meses, durante la misa del gallo la vio sentada cerca del altar, en uno de los primeros bancos. Vestía de forma llamativa, destacando sobre la multitud. Aquel día la siguió, hasta el lugar en el que residía, el prostíbulo de los ricoshombres de la ciudad. Más tarde se enteraría que Spadalfieri Borgia, era su protector y señor.

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Cesar


El ir y venir de la montura entre sus piernas, mientras movía sus caderas con una cadencia regular el joven Césare tuvo esa sensación de vaivén que le estremecía de gozo. Cabalgar era una de sus pasiones.

Elisabetta, asomada a la ventana del carro, charlaba con el Mallister. Dos veces había salido el sol antes de que, por fin, marcharan hacia Florencia, donde aguardaba la aguileña figura del cardenal.

-¿Sabéis las nuevas de la Corona?

-¿Qué Corona?

-La que es y no es.-dijo sonriendo.

-¿Qué nuevas hay de vuestra Corona?-inquirió la cortesana, alegre.

-Ya no es mi Corona, en el exilio se vive mejor, sin embargo, deberíais saber que ahora hay más coronas que cabezas con dos dedos de frente. Cada generalísimo se está haciendo un trono a la medida de su trasero. Y después os quejáis de las discusiones en la Reppublica.

Elisabetta profirió una sonora carcajada. Sabía del gusto del Mallister por poner a parir a cualquiera que se lo mereciese, por poco que fuera. La muchacha, que tendría menos de dos décadas se pasó una mano por la frente, recogiendo unos cabellos que se habían deslizado ocultando sus oscuros ojos.

-¿Porqué no volvéis?

¿Qué por qué no volvía? ¿Por qué? Menos mal que esa muchacha era guapa pensaba Césare, y obviamente, no pensaba responder. Con la vista al frente se adelantó un poco, hasta la altura de Fabio, su escudero, ayudante o criado, según se mirase. Este, pelirrojo, reservado y poco diestro en casi todo, excepto en hacer las cosas mal, portaba entre sus brazos una bota de piel, con agua en su interior. Césare se la exigió con máxima celeridad.

Tras echarse un poco de agua por encima, pues el calor no daba tregua esos días, lanzó el recipiente hacia el muchacho, que lo cogió como pudo.
Florencia no quedaba muy lejos, de hecho, ya se veía en el horizonte los edificios más altos, que se contraponían a los campos de las afueras, a las llanuras y arbustos de la antigua Etruria.

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Cesar


La ciudad de Florencia era peligrosa de día. Ladrones, banqueros, fulanas, asesinos a sueldo, vendetas, cortesanas y avariciosos comerciantes. Sin embargo, de noche era aun peor, y más si te citabas con un cardenal corrupto en el cementerio de la capital toscana, a altas horas de la noche.

En el barrio, o contrada según el italiano, de Santa Croce se encontraba el camposanto, lugar de culto a los ancestros y espíritus. Las lápidas más humildes se amontonaban unas sobre otras, mientras que las de los más pudientes, como en vida, gozaban de un mejor descanso eterno.

Descanso es lo que no tenía el Mallister. Nada más cruzar la puerta de San Frediano dos guardias le aguardaban, esperándole. Supuso que serían dos soldados papales, aunque vistieran el traje de la guardia fiorentina. Se abrieron paso por la ciudad, cruzándola de punta a punta, hasta la necrópolis.

Allí aguardaba, con su sotana, mirando una lápida, rodeado de su guardia, el Borgia.

-Salve Mallister, llegáis tarde. Hace días que os esperaba.

-Son Eminence Cardinale Borgia. –Saludó el valenciano.-Ha habido asuntos que me han retenido.

-Espero que no haya sido mí… regalo…

Los ojos del eclesiástico se cruzaron con los del condottiero. Fríos como el mármol o el acero en invierno, atravesaron al mercenario, que ansioso por saber cuál era el motivo por el que le habían hecho llamar redirigió la conversación.

-Os agradezco el detalle, sin embargo, desearía saber por qué me habéis hecho llamar.

-Mirad, sabéis la situación actual de papa. Que hace no mucho salió electo Innocentius, y que no ha conseguido apaciguar la sed de muchos de los que le apoyaron. Nosotros, los Borgia seguimos prestándole nuestro apoyo. Sin embargo, las tensiones entre los nobles de Emilia y Romagna, hacen temer a su Santidad que haya un nuevo levantamiento, y es por ello que deseamos que lleves, hasta Roma, armas. Estas deberán llegar lo antes posible. Escoltaras al comerciante, ya que tememos un posible ataque, o quizás por la existencia de cualquier bandido que intente obtener un buen botín.-Durante todo este tiempo el prelado, un hombre pegado a una aguileña nariz, no había parado de gesticular.-Seréis bien recompensado, y la Santa Iglesia de Roma os mirará con mejores ojos, tras vuestra huida de los Santos Ejércitos…

Cuánta palabrería, debía ser una característica común de la familia, porque todos eran iguales. Mentían más que hablaban, se decía el Mallister. Además, el tema de la Guardia Pontificia, de la cual se fue y nadie supo nada más de él era un tema delicado. Maldito Borgia.

-¿Cuántos hombres me llevaré?

-Los suficientes, sin llamar demasiado la atención.

Unos minutos haciendo ver que meditaba la oferta no iría mal. Desde luego no iba a rechazar ese encargo, más por obligación que por otra cosa, pues el cardenal no era un hombre cualquiera, y siempre era mejor llevarse bien, que mal.

-Bien, mañana me encargaré de preparar el viaje. Por la mañana mandadme a los hombres que deseéis.

-Bien, marchad. Arrivederci, Mallister.

El Mallister no se despidió, sencillamente dio media vuelta, camino a la ciudad. La luna se reflejaba en el río Arno, dando una imagen de serenidad, en la convulsa ciudad de Florencia.

-Por cierto, antes de que os marchéis, Elisabetta os entregará, cuando volváis, vuestro regalo.

Empezó a caminar, con una sonrisa en su rostro.

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--Fabio_gaviolo





Césare daba órdenes, como de costumbre. Era pronto, hacía poco que había salido el sol, y aquel patio del comerciante bañado por los rayos del astro rey era acogedor. Como de costumbre, él, Fabio Gaviolo, a veces esclavo, otras escudero, y siempre el que pringaba llevaba el trabajo a cabo más arduo.

Caja tras caja las iba subiendo al carro. Se extrañó pues sólo llevarían unas cinco, que según había oído decir al comerciante en una conversación con el hijo de la condesa, contenían arcabuces, arcos y espadas. Le parecieron pocas para un ejército como el del papa.

Una vez acabada la faena, se subió al carro, junto al comerciante. Un hombre entrecano, con nariz respingona y la piel flácida, con ojeras. Vestía de manera sencilla, sin llamar la atención como todos. El resto de la caravana, Césare y cinco guardias más iban vestidos como viajeros, pero sobre las alforjas, envueltas en trapos portaban sus espadas. El Mallister se acercó.

-Gaviolo, buen trabajo.-decía mientras le soltaba dos collejas y le apretaba con fuerza al muchacho, que escondió instintivamente el cuello.-No te separes del comerciante, vale más que tu vida, y vigila en todo momento los pertrechos. Valen más que el comerciante.

-Sí signore.-fue todo cuanto dijo.

Fabio a veces tenía ganas de saltar al cuello de ese maldito prepotente, clavarlo en una estaca y quemarle luego. Odiaba también a su padre por haberle dejado al cargo de ese irresponsable, que desde luego, no se preocupaba por él.

Empezaron el viaje.
Cesar


Tras muchas horas de viaje, llegaban a la ciudad de Siena. Entraron sin problemas, sin que les molestase nadie y todo era absoluta tranquilidad, como el resto de aquella jornada.
La ciudad, con callejuelas estrechas era muy acogedora, con sus casas bajas de color tejo, daban una sensación inequívoca de su ubicación: el mediterráneo.

Con cuidado, pero cada vez más exhaustos fueron avanzando, hasta que llegaron a Il campo, la plaza central de la ciudad. La comitiva se paró.
Los ojos del Mallister iban escrutando el lugar, en busca de aquella figura, aquel ser prometido, más no aparecía por lugar alguno. Un soldado, sediento, bebió un trago de agua. Otro se acomodaba en la montura. Césare aguardaba.

Y como siempre, era el idiota de Fabio quien tenía que hablar cuando no tocaba.

-Signore, ¿a qué estamos esperando?-el silencio fue su respuesta.- Signore –dijo más fuerte- ¿A qué…?

-Te he oído a la primera.-replicó de mala manera.

El Mallister no podía con ese muchacho, a veces podía caerle incluso en gracia, o serle útil, sin embargo, normalmente, era una cruz estar con él. Finalmente, un hombre bajito, medio calvo, con los dientes picados y una barriga en la cual bien podría caber un niño, apareció, con una sonrisa en la cara.

-Soy Benedetto Cascone, seguidme y os llevaré a mi posada, donde podréis acomodaros tras vuestro viaje. No está muy lejos.

El de Bétera asintió y descabalgó, al igual que el resto de la comitiva excepto el comerciante y Fabio, que siguieron sobre el carro.
La enrome plaza, dio paso, de nuevo, a las callejuelas estrechas, aunque pronto llegaron frente al Duomo de la ciudad. En el lugar se celebraba un acto religioso, que había congregado a muchos vecinos, haciendo casi inaccesible el lugar. Cascone, seguido por Césare y los hombres del cardenal, rodearon la Piazza del Duomo, hasta la posada.

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Cesar


Era noche cerrada, no se oía nada, pues la posada por completo había sido comprada por el oro del cardenal.
En su habitación, el Mallister descansaba plácidamente, con la camisa y los calzones puestos. A un lado, la espada, que seguía envuelta por telas, y sus botas.

De pronto, un grito, voces de alarma. Ir y venir de gente. Picaron a la puerta.

-¡Césare, signore! ¡A las armas!-grito un guardia desde el otro lado de la puerta.

Sin calzarse las botas y sacando el arma de entre los harapos, abrió con estruendo la puerta, y junto al guardia se dirigieron ambos hacia las caballerizas, donde había apostado por turnos una persona, para vigilar el carro.

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Lisena
Pero todo esto ocurrió antes de que ella llegara a Valencia. Mucho antes de descubrir los lazos familiares que mantenía con los Castelldú. Incluso antes de proponerse vengarse de quienes profirieron daño a sus hermanos de sangre. Porque ella fue abandonada a su ventura desde pequeña, algo así desde los tres años, y no había mejor lugar para una huérfana que un orfanato.
Sin embargo aquello era algo más que un orfanato. Era un lugar de comercio, de inversiones a largo plazo. Daban de comer a los niños y los vendían como mochileros en el ejército, mientras que a las niñas las enseñaban a leer y a escribir, algunas, y a coser, a todas, para luego tratarlas de mercancía en los prostíbulos de Francia o de encomendarlas como la servidumbre de los nobles que requerían de servicio fresco. Más mozo, más lozano. Y no eran pocos los que se paseaban por allí.
Por suerte o por desgracia, Lisena tuvo la ventura de pasar a ser pinche de cocina a sus ocho años para una casa noble, y al hacer los dieciséis, a ser la criada personal de la heredera de los territorios de la familia. Gustaba de viajar, y sobretodo de mandarla coser. Lis, como la llamaban el resto de criadas, no era más que un juguete al antojo de aquella niña malcriada a la que tanto odiaba, y tan sólo llevaba un año a su lado. No quería ni saber qué ocurriría si continuaba a su servicio durante otros dos años más.

Y a pesar de ser aquellas cosas en las que divagaba en cada uno de los viajes de la señorita, heredera de un ducado y varios señoríos en riesgo de otros tantos bastardos, recurría a juegos de cálculo mental con intenciones de evadirse de su realidad. Contaba los carruajes de los señoritos y los caballos que llevaban, y trataba de memorizarlos uno a uno con tal de distraerse. Mas eran bien pocos los que había de camino hacia Roma, y durante todo aquel tiempo maltrecho en servir a la 'Duquesita', como se hacía llamar, o 'niñata', como conseguía que la llamasen, decidió que lo más inteligente sería contar los carros de comerciantes antes que los de otros nobles.

De poco o nada le servía que hubiese tanto noblerío por los territorios itálicos por los que ora transcurrían.


Pasaremos la noche en aquel hostal. Para nada se asemeja a lo que los de mi condición requieren, pero al menos os daré el gustazo de que os regocijéis entre los de vuestra ralea. -había osado la pequeña y joven noble, mirando directamente al techo del carruaje en donde iba su criada, es decir, Lisena, y antes de lo que se hubiese creído y esperado, estaba adecentando los que serían sus aposentos y su lecho.

La noche transcurría agradable. Al menos para la rolliza aristócrata. Muy lenta en opinión de la dulce criada, y sin poder dormir como en tantas otras. Su señora roncaba. Roncaba y se desvelaba, como el resto de noches, pidiendo a gritos agua. Cómo no, ella debía cumplir con sus deseos. Y era ella, la que bajaba las escaleras en la nocturnidad, calzaba lo que más cerca estuviera y, en camisa de dormir, bajaba al pozo a llenar una jarra.
Fue así como de casualidad y armando un gran escándalo, al atravesar los establos hacia el abrevadero de animales para llenar la jarra, un joven de pelo castaño, manos maltratadas como las de ella y piel blanca, tersa, acorde a su edad, había conseguido asustarla, y por consiguiente, que la jarra cayera.


¡Lo siento!, no pretendía asustaros... -trató de vocalizar, sin querer intimidar más al muchacho. Parecía que tuviese su misma edad.

La verdad era que no era de extrañar que le hubiese asustado. La Álvarez tenía la piel muy clara, casi hecha de nieve, y tenía unos ojos oscuros que intimidaban bajo la luz de la Luna. Su pelo azabache arrancaba reflejos argentados, y vestía un camisón de hilo de lana blanco, muy simple, que parecía más una sábana. Y ella, en definitiva, un alma en pena.

No obstante, para pena la suya, pues el grito del joven había despertado a su señor, alarmado, y espada en mano.

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Las mentes privilegiadas tienden a pensar igual
Cesar


Aquello no podía pasarle a él. No podía. Maldijo toda su estampa, la de Fabio y la de aquella maldita niña que había aparecido de la nada. Prefirió tomárselo con mucho humor, estallando en sonoras carcajadas.

-Menos mal, Fabio, querido, que me habías asustado. Sino fuera porque la ragazza va con ropa, hubiera creído que por fin te nos hacías un hombre.-Risas de los guardias y con fuerza, intensidad, y mucha rabia, colleja al canto.- La próxima vez que busques una putana con la que pasártelo bien, no hagas ruido, idiota.

Esta vez, la colisión entre la nuca de Fabio y la palma de Césare produjo tal sonido digno de ser inscrito en los anales de la historia.
Bajó el arma, y mirando a la chica, que como una boba se había quedado asistiendo a ese espectáculo del cual formaba parte, dijo:

-Lárgate z0rra. Si no quieres que en vez de carne lo que te atraviese sea hierro.-Y estallaron todos a carcajadas. Desde luego, il signorino estaba muy sensible.

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Lisena
No sabía si darse por aludida con aquello de ser mentada como una raposa de baja calaña, pero desde luego se compadeció del muchacho. Se asustaba, y para el colmo recibía pero bien en la nuca. Pobre hombre...
¿Y aquel otro? Se las daba con aires de grandeza y muy seguramente no era más que otro absurdo pueblerino bajo la tutela de la vida, que era muy perra, y que sólo convertía a sus condenados seguidores en tipos como aquel hombre, de acento italiano y desaliñada apariencia. Por lo pronto, la morena se aventuró a dar una respuesta. Le faltaban argumentos pero le sobraba coraje, y en momentos como aquellos, sabía que no tenía que dejarse amedrentar.


¿Carne en vos?, ... por favor, no hagáis que me ría. -repuso, apreciando más el brillo de las armas que lo que pudiese relucir bajo los calzones de todos ellos- Y no deberíais llamarnos a todas como zorras, o cualquier día nos confundiréis con vuestras madres.

Lo dicho por la joven debió de causar gracia, cuando el bis cómico estaba reservado para otras ocasiones, y no precisamente aquellas. Los hombres volvieron a soltar cuatro carcajadas. Quizá por distanciar tensiones, o tal vez por el hecho de que la muchacha se revolvía como una gata panza arriba aún sabiéndose con las de perder, y los hombres de aquella condición, muchos al menos, apreciaban el coraje en las mujeres más que el respeto entre los iguales.

No pretendía molestaros, iba a por agua cuando vuestro... lo que sea, ha chillado más que un cerdo en San Martín. Habrá tenido una pesadilla.

Sonrió con cierta ironía, cuando al instante presintió cierto rencor en los ojos llorosos del muchacho. Quizá no debiera haberle descubierto ante César con aquello de que estaba dormido, o quizá fuese que bastante tenía con los golpes de su amo y el susto de haberla visto.

¿Y se puede saber por qué os halláis tan alarmados?, yo no os puedo atravesar, en cambio vos a mí sí... Suerte que no es a la inversa, porque no sé si lo soportaríais.

Obviamente, no se refería al acero. Tanto toledana como vizcaína sobraban en aquella trifulca, y agachándose a recoger la jarra metálica, miró desde abajo a César, como quien se vigila las espaldas, y volvió a alzarse después, esperando una respuesta entre las carcajadas angustiosas de los suyos, o al menos una presentación.
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Cesar


Reía a carcajadas, como el resto. Desde luego la fulana esa le echaba ovarios. Pero estaba mosqueado, el despertar sudoroso por el preciado botín, en mitad de la noche, y encontrarse a tal alma en pena, una oveja perdida en aquel lugar desafortunado, a la hora desafortunada y con los personajes desafortunados, le enfadaba aun más.

Pero lo más importante, había mencionado a su madre. Tadeita. Y eso, al de noble linaje, hacía que le hirviera la sangre.

-Ais…-salían los últimos estertores de risa.- Veo que tenéis tamaño valor, más no sabéis con quién os habéis metido, ragazza. Soy Césare Mallister de la Vega. Hijo de la Condesa Tadeita.

Con estudiado movimiento, pues siempre lo realizaba con Fabio, se rascó la cabeza. Arriba y abajo, abajo y arriba. Mientras, pasaban los segundos en silencio. Fabio gimoteó o algo parecido en lo que parecía algo como llorar.

-Lleváoslo… -Mássimo y Manfredi se llevaron al adolescente.- Prego… -A la desconocida.- No sé quien sois, ni como os llamáis, pero os juro por el Altísimo, su madre y Christos que pienso raptaros, llevaros hasta Valenza*, donde reside mi madre, y allí, de rodillas, y con más lágrimas en los ojos que agua tiene el mar pedirle perdón.

Se giró y a los dos otros guardias, con una gélida mirada, de odio, mandó apresar a la intrusa.

*València, en italiano.
Curiosidad, en italiano las Ce/Ci se pronuncian Che/Chi, por lo que Césare se pronunciaría Chésare.

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Lisena
Miró a César con cara interrogante.

¿Y qué se supone que hace el hijo de una Condesa en un sitio así? Creía más prudentes a las madres con posibles. Veo que no.

No debió de haber sentado bien aquel comentario, ni ningún otro, pero la ingenuidad de la muchacha se podía confundir con la osadía, y mientras que César respiraba tenso, con los puños cerrados y el gesto marcado por la ira, ella se disponía a estudiar los rostros de los acompañantes sin reparar en las consecuencias. Así hasta que alguien dijo algo sobre Valencia y que la raptarían.

Lo consideró como una oportunidad.


Lisena Álvarez, de los de Toledo. -dijo, mientras un hombre la sostenía con los brazos echados hacia la retaguardia. No oponía resistencia, pero en cambio miraba con recelo al Mallister.- Encantada. -remató.

Y por un momento se preocupó por sus pocas pertenencias y de escaso valor. Y por su señora, ¡ay!, qué sería de ella, con lo inútil que era. Bah... Al Diablo con ella y las otras dos petardas, acababa de conseguir un pasaje a casa, y de gratis. Claro que Valencia quedaba lejana al Condado de Alba.

Pero no importaba. Siempre podía camuflar sus intenciones de insolencia.

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Cesar


La habían dejado en su habitación. Arrinconada. Quizás temerosa, aunque parecía complacida. Era curioso como se había dejado subir hasta su habitación. Sería de voluntad débil, aunque le hubiera no contestado entonces. Era un mar de dudas. Pese al cansancio, iba a intentarlo.

-Desnúdate.-el silencio fue cuanto obtuvo.

Se acercó, patoso, pues la adrenalina y se le había pasado, y a esas horas, no era persona. Asiándola por los hombros repitió la orden. Lisena bajó la cabeza y negó efusivamente con ella. El Mallister la tiró al suelo, acto seguido la abofeteo en la cara.

-¡Duerme en el suelo!-dijo mientras, sobre la cama, se dejaba caer, envolviéndose por las caricias y susurros de Morfeo.

Durante el rodaje de esta escena ningún animal resulto herido

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Lisena
A pesar del tortazo, Lisena se mostró sumisa. No quería recibir otro más, porque ya sabía cómo acababan ese tipo de cosas, pero sentía una rabia que nunca antes había saboreado en su interior, y con los puños cerrados se atrevió a negar con la cabeza las órdenes del Mallister. No era la primera vez que veía a alguna de sus compañeras extorsionada e intimidada por el padre de su señora que, falto de amoríos en su lecho y de cariño en su vida conyugal, gozaba de las lozanías de las muchachas de la servidumbre de su mujer. Y al contrario de lo que muchos se esperarían en una adolescente de su edad, sopesó que, sólo por hacer la excepción, aquel día callaría el dolor de su mejilla sonrojada por el golpe y la impotencia por tener que callar.

Cayó una lágrima, pero no fue impedimento alguno para el hombre. César se tumbó en el lecho, estaba cansado y se podía percibir que no haría mayores esfuerzos que el de quitarse las botas. Aprovechó entonces la ocasión, y osando más de lo que debiera, aprovechándose de las circunstancias en las que se hallaba 'Chésare', se acurrucó en una esquina de la cama y le miró fijamente con sus ojos oscuros, brillantes a la intensa luz de la Luna que se asomaba desde la ventana.


Me sorprende que el hijo de una Condesa duerma en un sitio así. Debéis de estar de paso. ¿Condesa de qué es? -comenzó a hablar, casi en un hilo de voz, cuando de pronto se dio cuenta de que aquello no era lo más importante. No, para nada, él sabía su nombre mientras que ella no sabía nada de él. Si tenía que ser su raptor y tenían que verse de a partir en adelante, qué menos que la correspondiente historia de presentación. Ella tendría que inventarse una. Sólo para sobrevivir.- ¿Y qué os trae por aquí? Espero que no sea nada raro, como asuntos de comercio, bandalismo y tal... No creo que a vuestra madre, la Señora Condesa, le agrade saber que una cualquiera le agravió mientras su hijo practicaba negocios en la nocturnidad. No, es broma, pero me llama la atención. ¿Sería posible que os ayudase en algo?, ya que seré la prisionera, quisiera entretenerme.

Afirmaba, casi con fluida continuidad, sonriendo con cierta malicia mientras que los ojos del Mallister apenas se abrían para apreciar la compañía de la que disfrutaba en el lecho. Estaba enfrentada hacia él, tumbada de costado con las piernas dobladas y los pies fuera, las manos juntas sobre la almohada y el hombro descubierto, mirándole con cierto interés en los ojos.
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Cesar


El tupido velo que cubría su lucidez hacía que su lengua se moviese con la misma agilidad que cuando el alcohol del vino circula por el cuerpo. Pensar se convertía en algo que requería de un gran esfuerzo, y cada pregunta de la de Toledo le golpeaba como un martillo.

-De Bétera.

Y otra.

-Nada interesante.

Si a vuestras mercedes este monólogo de la Álvarez les parece entretenido, sabed que para el Mallister cada palabra era una bala que se le clavaba en la mente. Y harto de tanta habladuría, cuasi deseando poseer por magia un arma en la diestra y blandirla contra la muchacha, abrió los ojos.

-Puedes hacer algo, por hoy callarte, y dormir. Mañana vigilarás al mozo que asustaste, pero no le des cariño. Espero que sepas cocinar. Buona notte.

Y se giró, dándole la espalda. Ya le daba igual que durmiera con él, en el suelo o colgada del techo, necesitaba descasar tras el viaje de ese día.

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