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[RP] Hay un tiempo para todo.

Juliane_bp


Por su mente desfilaban miles de pensamientos nefastos que inmediatamente Juliane intentaba borrar y volvían a reaparecer. La espera para ver a la jovencita se le hacía eterna. Caminaba nerviosa una y otra vez por el pasillo contiguo a la habitación de Ana sin saber si adentrarse o seguir aguardando.

Un grito proveniente de la alcoba la exaltó y sin pensarlo, jaló con sus manos la manilla de la puerta, tornándola cuidadosamente y se adentró al cuarto sin siquiera preguntar.
La imagen era desgarradora y confusa … Ana sentada en su cama, con su mirada totalmente perdida , desconsolada y desbordante en ira, aún con sus ropajes manchados y su manita recientemente herida siendo atendida por la dama Candela.

La vizcondesa agradeció para sus adentros al Altísimo de que fuese ella quien estaba allí, pues bien sabía lo que la de Bournes sentía por ella. Se acercó un poco más, y miró con dulzura y compasión a la pequeña sin poder expresar un monosílabo siquiera. Hasta que, quebrada en llanto, y viéndose acompañada de dos damas de su confianza, Ana comenzó a cuestionar infinitas inquietudes con gran desasosiego, que hacían partir el corazón de cualquier mujer.
Ambas damas cruzaron sus empañadas miradas sin encontrar respuesta alguna que al menos fuera convincente para aquel momento y se sentaron a su lado.
- pequeña mía, por Dios – musitó la Berasategui sosteniendo su mano - ¿te han...? – y no pudo continuar, sólo observarla y quitar con disimulo las lágrimas que, imperiosamente, recorrían su rostro.
- él me golpeó y se abalanzó sobre mí, rompió mi camisa y quería romper el resto, pero no pudo, le pegué con una piedra en la cabeza ¡No pudo, me defendí! – gritó confesando de una vez el horror que había tenido que vivir, lanzándose en brazos de la Legrat, quien la consolaba intentando no perder el control que ahora la furia, que se apoderaba de las tres, la sofocaba.
La angustia expresada a gritos y el llanto pudo liberar en parte a la niña, haciéndola dormitar, el cansancio era mucho –Mataré a ese infeliz- expresó Candela abrazándola.

- Si no lo haces tú, lo haré yo... si es que el desgraciado quedó con vida. Ana es valiente y decidida. Y estoy segura que podrá superar esto, aunque los hechos y cicatrices la marcarán de por vida – inhaló profundamente llena de indignación e impotencia - no descansaré hasta saber la verdad de lo ocurrido y vengar su ultraje – concluyó ayudando a Candela a cubrir a la niña con las sábanas y acariciando las pálidas mejillas de su alumna - seréis fuerte, lo sé...

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Anabel.


La cantidad de días u horas pasadas para Ana fue indiferente. No supo exactamente cuánto durmió, pero el haber llorado bajo el cobijo de los brazos de Candela, al menos logró calmar esa angustia que parecía manejarla como una marioneta.

La bañaron, limpiaron sus heridas en la piel, al fin pudo abrir el ojo izquierdo dónde le habían golpeado. Durmió más, se negó a comer la primera vez que se le ofreció, pero la segunda vez probó algo de bocado. Candela le acompañaba todo el tiempo, al igual que Juliane. Las oía hablar y molestarse, unas veces porque no hallaban al malhechor que quedó vivo, en otras porque el conde aún no había podido regresar.

Y mientras más tribulaciones se oían a su alrededor, ella no despegaba la vista de la ventana, esperando pasara algo, o alguien viniera. Pero no ocurría.

En su mente repasó más de una vez y relató otras tantas lo que sucedió para que Pedro pudiese seguir la pista de aquel desgraciado, y en todas aquellas veces, se sentía cada vez peor por lo que había sucedido. Casi todos pensaban que a ella le asustaba el hecho de ser atacada o que aquel hombre quisiera abusar de ella, pero en realidad lo que la mantenía perturbada, era haberle quitado la vida. ¿Así era aquello? Ver la sangre derramarse como el agua de un pozo, llevándose todo rastro de vida y sin poder evitar pensar que eres culpable, siempre culpable de no haber agotado toda esperanza antes de blandir el arma. Ella tuvo miedo todo ese tiempo, no supo hacer nada de lo que había aprendido con su maestro, no fue un ápice de lo que creía era y por ello sintió que debía aceptar ser una criatura débil, tal como se había comportado cuando el destino la puso a prueba.

- Me he fallado – se repetía en su mente, pues había dejado de hablar. Se había sumido en el más absoluto silencio, no comía, no dormía cuando las pesadillas regresaban y siempre era el cansancio o el hambre sus mejores amigas para no debilitarse más.

A poco más de cuatro días de lo ocurrido, Ana deambulaba como un alma por el castillo. Se le veía en la biblioteca, en los brazos de Candela o en las faldas de Juliane, pero siempre en silencio. Las más curiosas eran cuando partía a la sala de armas y tocaba las hojas de las espadas con sus manos, para huir luego corriendo hasta su habitación. Sin quererlo, desarrolló por ellas una relación de amor-odio, pues la habían protegido y a la vez condenado.

Había asumido una derrota terrible que no le permitía reaccionar y esperaba, quizás a alguien, quizás un algo que la sacara de aquel mundo vacío en el que se había sumergido para sentirse en paz.

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Pedro.


Pedro ya casi no dormía. Varios días habían pasado y recorrido casi todo el feudo sin resultados. Era muy probable que se hubieran encontrado con el malhechor, pero sin la descripción exacta de él, casi buscaban a ciegas.

Lo que si encontraron fue el cadáver del hombre que la niña había matado, estaba exactamente ahí en la playa, en la pequeña playa que en cualquier otra instancia hubiese sido un lugar para recordar. Recorrió la escena, lo miró con desprecio mientras los malos olores que su cuerpo emanaba le torcían el rostro - que hago contigo, por mi, te pudrieras aquí mismo - le movió con la pierna y luego le pateó - traigan leña y quemenle. Comienza a darme asco.

Subieron la pequeña colina, se sujetó el cinto y mientras a sus espaldas la columna de humo se mezclaba ya con la nubes a punto de lanzar la lluvia, Pedro pensaba en qué hacer. No podía descansar aunque sus hombres se lo pidieron. Así pues, tuvo que ceder y mientras armaban el campamento sobre aquella colina, repasó una vez más la historia de la niña y recorrió con la mirada los caminos - trataré de seguir tus pasos, pequeña señora. No le fallaré ni mucho menos a su padre.

Obligado nuevamente por sus hombres, se sentó y recibió en sus manos una fuente con un poco de sopa.
Ducce


El Conde de Olocau se encontraba recorriendo el exterior, moviendose permanentemente entre puerto y puerto para conocer los diversos lugares y sus distintas posibilidades de construcción. Ya en los últimos días de su viaje sentía que extrañaba su hogar y sobre todo a su pequeña, pero más allá de eso una sensación nauseabunda le invadía continuamente, como si supiera que las cosas no estaban bien.

Emprendió entonces el camino de regreso, pocas veces había sufrido tanto un viaje en barco como aquel, pero el malestar seguía estando presente y no le permitía pensar en otra cosa que en llegar al Castillo para saber si su pequeña estaba bien. Al desembarcar en el puerto de Castellón, observó que uno de los guardias de Olocau se encontraba allí, a la espera de su llegada. Descendió apenas pudo a toda prisa y salió al encuentro con el guardia, al cual le dijo...

Qué ha pasado? Dime que no le sucedió nada a Annie...

Mi señor, cómo lo sabe?

No importa, responde a mis preguntas..

Verá, mi Egregio, vuestra pequeña Anabel ha sido atacada por la noche hace unos días en el Condado. Dio muerte a uno de sus atacantes, el otro aún es buscado. Se encuentra al cuidado de Candela y de la Espectable Juliane en el Castillo...

Llevadme ahora mismo...

La cara del Conde no parecía ser nada amigable, el guardia temió por su cabeza. Y si no era la suya, seguramente la de algún colega rodaría, pero la cara del Egregio no daba dudas de su furia interna. El viaje fue silencioso, el De Olocau se había sumido en una profunda mezcla de odio y decepción del cual sólo parecía llegar a su fin con la vista de su hija. Varias veces gruñía a la persona que manejaba el carruaje para que tomara un camino más rápido, esperaba que no descargara su ira con el pobre conductor pero confiaba en la sabiduría de tantos años.

Una vez en la entrada del Castillo Ducce salió veloz hacia el interior, dejando que el soldado se encargue de las formalidades del carruaje. Todos los guardias y sirvientes estaban reunidos a la expectativa de lo que sucedía, Pedro se adelantó de entre la multitud ante la entrada del Conde y le dirigió la palabra...

Mi señor, lo siento, ha sido mi culpa...

Ya hablaremos en otro momento, Pedro. Dónde está mi hija?

En su habitación, mi señor.

No le dedicó ni siquiera un gracias. La mirada fría y distante del Conde no auguraba buenos momentos para el capitán de la guardia. Pero nada de eso le importaba en ese momento a Ducce, lo único que quería era abrazar bien fuerte a su pequeña. Subió las escaleras rápidamente, dio algunas vueltas de pasillo y al final de uno de ellos llegó a la puerta donde se encontraba Alfred. El sirviente que ya lo conocía de años sabía que no debía emitir palabra alguna, sino que simplemente abrió la puerta para permitirle el paso. Allí se encontraba recostada Annie, junto con Candela y Juliane haciendole compañía. Al verse mutuamente saltaron al encuentro con el otro, el padre se arrodillaba para que su hija pudiera abrazarle bien fuerte. Cuando ambos e encontraron, él le dijo...

Perdoname Annie, no debí dejarte sola, ha sido mi culpa lo que te ha sucedido...

Sin poder decir más, el viejo Conde dejó caer sus lágrimas como pocas veces se lo había visto al tiempo que se aferraba bien fuerte a su pequeña en un abrazo...

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Anabel.


Otra vez se hallaba en su cama. Aquel día le fue imposible siquiera levantarse del lecho, no tenía los ánimos nisiquiera para caminar por los amplios corredores de castillo. Candela y Juliane habían sido realmente su sostén aquellos días, y en cuanto a Pedro, él había tratado de pedirle le contara como era el malhechor que la había perseguido toda una noche. Pero cuando la niña trataba de recordar, enmudecía, pues su rostro aún le causaba terror y angustia.

Pero aquel día, que más brillo en su actual vida sumida en la oscuridad, él apareció como una imagen deseada, como el resplandor del amanecer. Ahí estaba su padre, al fin.

Él corrió a su encuentro y ella no pudo más que saltar a sus brazos, sumida en un llanto inconsolable, aferrándose perpetuamente a su regazo como la niña que era, buscando el calor, el amor de su progenitor que tan bien le hacía pues al tener contacto con él, sentía nuevamente la sangre moverse por sus venas. - Papá, cuanto me has faltado, tanto te he necesitado – le dijo entre sollozos, mientras él se disculpaba por su ausencia, culpándose de lo que le había pasado. Nunca le había visto llorar, siempre imaginó a su padre como un hombre fuerte, aunque amable y dedicado hacia ella. Aquello la conmovió tanto, que automáticamente dejó de llorar y con sus pequeños dedos secó sus lágrimas, arrancándolas de sus mejillas. – No es vuestra culpa, padre, ni la de Pedro – le miró ahí en la habitación – ha sido mi imprudencia, ha sido no conocer la maldad ¿por qué no me has hablado de ella y de los peligros que se ciernen sobre alguien como yo? – lo miró tomando sus manos - ¿acaso no sabéis, padre, que lo que más deseo es seros eterna? – Suspiró ahogando el rostro en sus ropas, luego incorporándose y tocándose el rostro – aún quedan marcas, quizás sea fea eternamente y además… - bajó el rostro, avergonzada de lo que tenía que decirle a su padre – ellos intentaron hacerme daño, ellos rompieron mis ropas, pero me defendí como pude y yo, yo, asesiné a uno de ellos. Lo siento padre, ya no soy la misma, me he fallado y te he fallado. No puedo mirarte a los ojos nunca más… - movió el rostro hacia un lado, cubriéndose con sus manos. – solo no culpes a nadie más que a mí, de cuanto ha pasado – le pidió mientras sus lágrimas volvían a caer.

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Anabel.


Como la hoja que irremediablemente cae del árbol cuando el otoño da su paso, Ana había pasado el gris momento que había vivido. Había celebrado su cumpleaños con el mismo ánimo de siempre, estudiaba mucho, pues había centrado su energia en libros y la educación que Juliane le impartía. Pero había algo que no pudo volver a hacer, por más que lo intentó, y eso fue regresar al patio de armas a entrenar.

Gracias a su padre, la ayuda de Candela y Juliane, había recobrado la fuerza que tenía, había vuelto a jugar y Anali pasaba largas tardes en su compañía, pero aún con todo eso, y las tantas veces que fue hasta el patio de armas decidida y vestida, regresaba corriendo a su habitación o a los brazos de su padre. El Conde le había preguntado como era el otro malhechor que la había atacado y lo había buscado sin descanso, tanto, que cada vez que regresaba al castillo y no lo había encontrado, su mal humor se sentía por cada piedra de Olocau.

Ella no esperaba lo hallara, más bien prefería olvidar que existía, aunque había aprendido a vivir con lo que le había pasado. No podía hacer más, aquel estaba muerto y ella cargaba con esa pesadilla a diario.

Un día no pudo resistirse y se atrevió a ir a la sala de armas, como siempre lo hacía antes, se maravillaba viendo el acero forjado en las hojas relucientes de las espadas y las acariciaba con cuidado aunque más de una vez se había dado un pequeño corte. Por eso, no abandonaba jamás sus guantes. Ensimismada estaba, cuando alguien apareció en la sala de armas y se acercó, tomando una de las espadas que estaba colgada - maestro - dijo con sorpresa - Alumna - respondió él.

La niña retrocedió uno pasos, a ratos mirando la salida para huir - yo... no he entrenado porque ya no puedo ¡seguro ya lo sabe! - volvió a mirar la salida pues el miedo la hacia temblar, no estaba lista para enfrentar ese momento, pero su maestro ya alzaba la espada hacia ella - ¿qué hace? llamaré a mi padre ¡no puedo usar una espada otra vez! - le gritó a la vez que su maestro, tomaba otra de las espadas y la lanzaba a sus pies - defiéndase - respondió él. Ana miró la espada y la tomó temblorosa - ¡No! - gritó, pero no fue suficiente. El primer movimiento de su maestro estaba ya sobre ella y debía decidir qué íba a hacer, huir o pelear.

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Antonio_davila


jajaja - rio Antonio - entonces es verdad lo que he oído, habéis vuelto a ser un gusano -se acercó a ella y le hizo descubrirse el rostro que tapaba con sus manos, entonces le alzó la voz - eso es lo que sois, un despreciable y rastrero gusano! - levantó su pierna y le pateó en el pecho haciéndole caer un par de metros más allá, continuó gritándole - GUSANO! no te levantes!! no mereces llevar ni el nombre ni el apellido Bournes! - caminó hasta ella y le observó desde arriba, entonces le habló con voz de desprecio - he perdido mi tiempo con vos, pues si unos vulgares ladrones han logrado amedrentar la fuerza que creí ver en vuestro espíritu, entonces nada del entrenamiento ha valido la pena. Entrené a la hija de un conde, y me ha engañado, pues solo era un gusano - se giró y caminó hasta la puerta - no mencionéis mi nombre cuando habléis de quien os entrenó, pues solo me causaríais vergüenza. La misma vergüenza y deshonra que le causareis a vuestro padre, pues morirá sin legado... pobre hombre, sin suerte, es un miserable - se dispuso a salir
Anabel.


Ese golpe que su maestro le había dado, había sido fuerte, pero ya antes había sido golpeada de esa forma. Cuando se vió en el suelo, desprovista de toda forma de defenderse, desarmada, todo volvió a su mente otra vez. El miedo la volvió a paralizar, le parecía verle nuevamente ahí, dispuesto a abalanzarse sobre ella, volvió a pensar en qué debía hacer, como se volvería a defender, pero llego el momento en que pensó en blandir nuevamente la espada y eso la aterró.

Creyó que iba a morir esta vez ahí, que no podría levantarse y por más que su maestro le gritaba que ella era un gusano, lo tenía ya por asumido. ¿Qué otra cosa iba a ser, si había cegado una vida? todo eso hasta que oyó - vergüenza, deshonra... vuestro padre un hombre miserable - entonces, algo estalló dentro de ella. Fue algo que se no podría describir, pero que encendió algo que estaba apagado y triste, volviéndolo una llama de ira.

Se levantó de un salto y fue hasta el que se había atrevido a insultar a su padre, lo tomó de la camisa y le giró, solo para propinarle con todas esas fuerzas irancundas, un golpe en el rostro que le hizo tambalear. Sin mediar palabra, le lanzó la espada ahora ella a los pies y le gritó - ¡A mi padre no, maldito embustero! ¡plebeyo de poca monta, como osáis siquiera mancillar el nombre de mi sagrado padre! - tomó la espada, pero antes se sacó el guante y le abofeteó con el, lanzándoselo luego - Siempre os consideré justo y respetable y no podía entrenar porque no me hallaba digna de vuestras enseñanzas por haber matado a un hombre, pero ¿ahora qué? con esa soltura de palabras y confianza, os atrevéis a hablar mal de quién más amo ¡Os juro ante Dios mismo que os haré tragar esas palabras, aunque ahora me dejéis moribunda o me enviéis con el altísimo a su juicio, ahora o después, os haré pagar esta afrenta que me habéis hecho!

Retrocedió y alzó la espada mirándole fijamente. No era dueña de sí, Ana se había refugiado en lo más profundo de su corazón, dejando salir la rabia, el odio y el descontrol que había escondido tras las lágrimas por tantos meses, todo ello, desencadenado por el insulto a su padre - ¡Vamos, alzad vuestra espada ahora, terminemos con esto ya mismo!

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Antonio_davila


Enarcó un ojo ante la respuesta de la niña y entonces sonrió, tomó su espada y se lanzó en ataque contra ella - vamos! que no os creo nada, seguís siendo un gusano! - lanzó ataque tras ataque y la joven los detenía, estocadas, cortes, movimientos arriesgados, todos ellos bloqueados o esquivados por la pequeña. Así estuvieron unos cinco minutos, hasta que Antonio decidió terminar con esto - gusano endemoniado! - le dijo y se lanzó en estocada para luego cortar con la espada desde arriba, y en un par de movimientos que la niña bloqueó, quedaron con las espadas cruzadas y frente a frente.

Con la voz agitada por el ejercicio, le habló - veis, niña mía, que está únicamente en vos el temor... - le sonrió - no dejéis que por un par de hombres brutos, vuestra vida se derrumbe. En la vida tendréis retos más difíciles que lo que os ha sucedido. Si habéis tenido que arrancar una vida, ha sido por justicia y no por maldad, debéis comprender aquello - cedió la fuerza de su espada y la envainó, puso su mano derecha sobre el hombro de ella y continuó - tenéis el corazón y la fuerza de un león, aunque vuestro cuerpo aún sea frágil, vuestra alma y espíritu no lo son - se inclinó ante ella y tomó su mano - sé que sois una niña, pero sin perder esa condición, hay cosas y temperamentos que vuestro linaje exige de vos, y una de esas exigencias es la compostura ante la adversidad - besó su mano y se puso de pie - he cumplido. Espero haber despertado nuevamente el fuego de vuestro valiente espíritu - se dispuso a marcharse, hizo reverencia y se dirigió a la puerta, y antes de salir le dijo - por cierto, anoche me he encargado de ese desventurado malnacido, junto a vuestro padre le hemos dado caza. Su respiración no perturbará a nadie más... es justicia que Dios manda. - se retiró del lugar esperando haber conseguido que la pequeña terminara de pasar este trago.
Anabel.


Peleó como si se tratara de la última pelea de su vida. Usó más de la fuerza que tenía, todo el conocimiento que poseía y un deseo de vencer que antes no conocía. El deseo de derrotar a su maestro y hacerle pagar por sus palabras era más fuerte que todo el dolor o cansancio que podía comenzar a sentir su cuerpo. Consiguió - para su sorpresa posterior - mantener un duelo constante, sin caer, sin ser presa de la burla de la que siempre era objeto por fallar, todo eso por un tiempo que le pareció eterno.

Hasta que, como el esperado final de un libro de relatos sobre grandes hazañas, llegó el momento en que la astucia de su maestro quiso imponerse, sin embargo, no estaba dispuesta a llegar a ese punto, no esta vez.

Se armó de lo poco que le quedaba y aguantó aquella estocada con valor, y, entre conocimiento y disciplina adquirida, más una importante cuota de naturalidad, frenó su golpe quedando en un punto muerto a espadas cruzadas. No sabía que hacer después y sabía perdería el duelo, era la verdad, sin embargo sostenía la mirada de su maestro sin mediar palabra alguna y la fuerza que aplicaba le hacía temblar las manos que sostenían la espada. Luego vino lo impensable; palabras que una a una se grabaron a fuego en ella, tan claras y certeras, que a medida que las oía su mundo parecía hacerse más claro, volviendo de manera excepcional a ser el mundo de sus sueños o incluso mucho mejor.

Pero lo más sorprendente de todo fue ver a su maestro inclinarse. Quizás podría su pecho haberse hinchado de orgullo falso y darse cuenta que estaba hecha para grandes gestas. Si embargo, un peso leve en principio cayó sobre sus hombros y a medida que continuaban las palabras de enseñanza de su maestro, aquel peso se volvía más notorio para ella, al punto de ser algo que comprendía no podría deshacerse con facilidad. Con todo lo que él le había dicho no solo le había dado más valor y felicidad, sino también la carga de la responsabilidad. Un poco antes de retirarse, le habló de la muerte del segundo malhechor, pero poco le importaba ya.

Envainó la espada cuando su maestro dejó la habitación y se sentó en el suelo de la sala, para luego recostarse a respirar profundamente. No lo sabía hasta ese instante o al menos de la forma que creía saberlo, pero era la hija de un conde y pertenecía a una familia de las más antiguas de Valencia, por tanto, sus acciones ahora debían ceñirse a pensar antes de actuar. Y lo más importante de todo, como el botón de oro del cuál partiría nuevamente a mirar hacia adelante, era comprender que sí, había matado, pero lo había hecho para defender a un inocente. Y ese inocente era Ana de Bournes.

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