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[RP] Veneno en la piel

Lisena
Valencia no era tan concurrida como Roma, sin embargo, era igual de fácil hacer que te perdieran la pista. Las gentes, el bullicio, el ruido... Y la desesperación. Maldita Lisena. Maldita mil veces.

Huesca era una ciudad de olores. Los sabores quedaban reservados para el noblerío, al igual que otros tantos placeres y mundanos vicios, pero aquello era algo que poco o nada pudiera interesarle a la ahora castellana.
¿Que cómo llegó a Huesca? Tuvo que dar muchas vueltas, a decir verdad, y ninguna de ellas fue sencilla en absoluto. Resumámoslo con que huyó de Valencia, resuelta ante los acontecimientos, atravesó Cataluña y Aragón, descubriendo su parentesco con cierto Marqués y asentándose después en Castilla, dentro de la servidumbre de la Marquesa de Santillana, con la certeza de que jamás volvería a pasar mayores penurias de las que podría haber pasado a lo largo en su vida, y en especial en La Toscana. Era la costurera de la Duquesa y con afanes de que ésta mejorara, doña Urania de Winter la había confinado a los reinos tanos, de nuevo, para que aprendiera a manejar mejor los brocados y, cómo no, saber tratar los caros damascos de Venezia entre sus torpes manos de niña. Cierto era que la joven flor de Lis tenía un don para la costura y que muchas veces complacía a su nueva señora, así como había adoptado mayor delicadeza en el uso de sus manos, pero ésta gustaba siempre de mejorar, tanto sus enseres como servidumbre y gustos, y no había dudado ni un solo momento en enviarla a los confines del mundo si hacía falta, haciendo ademanes de buscarla buena fortuna de aquel modo.

Lisena aceptó. Lisena no sabía decirle que no a la Marquesa. Por ello, se hallaba allí, en Huesca, de paso para arribar a territorios franceses, queriendo conocerla al menos para poder contarle algo a la de Santillana mientras cuando la estuviera probando los caros y lujosos vestidos que le hacía, siempre teniendo como excusa aquellas distracciones al clavarle los alfileres. Y ella, que gustaba además de hacer agasajo de sus nuevas adoptadas excentricidades, la extendió una bolsa llena de monedas de oro al tiempo que le decía “Toma, niña, compra telas, que en la Corte de Castilla ahora soy yo la que impone moda, ¡y tenemos que importar, que hay que mover la economía, que me lo ha dicho mi tito!”.

Por todo esto, más aquello, la morena se dispuso a vagar entre las calles empedregadas de la ciudad antes de abandonarla para transcurrir por la siguiente, del mismo modo que seguía divagando en sus asuntos, banales o no, pero que siempre desencadenaban nuevas ideas a cada cual más maquiavélica y rebuscada. Y se preguntaba, cómo aún tras pasar un año, podía acordarse del rudo e insensato valenciano.


“Ingenuo...” –pensó, y riendo entre dientes se dispuso a imaginar cuál habría sido la cara que se la habría quedado. Amarga, ¿tal vez? Eso esperaba. Aquello por maltratarla. O quizás mejor... De furia. Una niña le había burlado. Y no sería ni la primera ni la última vez.

Pero tampoco podía negar el hecho de que, a pesar de cuantas ofensas había sufrido por su causa y de otros tantos disturbios ocasionados a su cuenta, el Mallister se había hecho querer, al menos un poquito, en cuestión de afectos nada decorosos. Fue el primero en su vida, y pensaba que, ojalá, tampoco fuese el último. De cualquier modo tampoco le deseaba la buena ventura que ella misma se disponía en buscar, por lo que asiendo sus caderas en sinuosos movimientos, más marcadas que en el anterior año, continuó pensando en que se merecía un poco de mal y desgracia. Valoró entonces que quizá le hubiera ocasionado pena alguna ante tanto entregado y poco recibido. ¿Pero qué iba a hacer ella, más que aprovechar? La vida estaba llena de perros en busca de comida y en su mayoría mordían la mano que les daba de comer. No iba a ser ella menos.

Entre aquellos pensamientos y otros tantos más, se acercó a la plaza mayor en donde se concentraba mayor bullicio y algarabía en comparación con el resto de las calles de la villa. Debía de haber algo en especial, una función o por el estilo, pues se había edificado un escenario a base de tablones y cubierto su revés con telones. Y se escuchaban risas, y aplausos, y gritos y una cabra a lo lejos. Animada por su naturaleza curiosa, se aventuró hacia el centro del público y fue tratando de coger el hilo al diálogo entre los personajes. Un hombre, el amigo de éste y una cabra en escenario, y al cambiar de cuadro, aparecían una mujer y su padre junto a un cura. Eran diálogos animados, con la sagacidad como protagonista, y por lo que parecía, causaba gran impresión entre el populacho que, excitado, provocaba aquel jolgorio de risas ante el llanto desconsolado y exagerado de la mujer.
La muchacha, Lisena, no fue menos. También rió acompañando al resto, más abstraída por la cabra que había escapado al entablado a embestir al cura que por la actuación del padre, llevándose ambas manos a la boca y apenas cubriendo la comisura de los labios, fingiendo angustia. Fue en aquella ocasión cuando, entre la confusión de risas y gritos alegres, escuchó una carcajada que la llamó bastante la atención: más por lo familiar que por lo brusca de ésta; se volvió hacia atrás, desde la diestra, buscando su procedencia, y al no hallar nada, hizo lo mismo hacia poniente.

Estaba allí, como si fuera una invocación lo que profiriera desde el pensamiento momentos antes, el jodido Mallister,... y horrorizada por lo engorroso de la situación, tragó saliva y por fin pudo observar el rostro que se le pudo haber quedado al condenado de la Vega en cuanto ésta marchó: se reía, a carcajada limpia, como si no importase nada más, ¡y al Diablo con el resto!, era el hijo de una condesa y el resto de plebeyos ya quisieran tener la mitad de cuna que él.

Se le heló la sangre en el pecho y su aliento se convertía en una aliteración de sonidos, nerviosos e inquietos que buscaban cobijo bajo las carcajadas de la multitud, confiando plenamente en que podrían ocultarla lo estrictamente necesario para abrirse paso y salir airosa del lugar, preparar sus cosas y... partir. ¿Qué hacer, sino?
Y antes de que él sintiera que alguien le observaba, una sensación que todos solemos tener en algún determinado momento de nuestras vidas a pesar de no tener la certeza de ello, se giró rauda y presta en dirección contraria a él, separados por una distancia de diez varas y media y aumentando aquella longitud en varios metros que se sucedían cada vez más. Volvió el rostro atrás.


¡No, no mires que te va a ver! – Se dijo, en voz alta, pensando que sólo se escuchaba a sí misma, pero la cruda realidad era que eran los lugareños quienes la miraban raro; se apartaban ante su paso y alguno que otro pegaba un aullido entre quejidos nada moderados en lenguaje. No la importó en absoluto, en cambio. Pero más cierto era que no podía evitar chocarse con alguien en su intento desesperado de huída. Volvía la mirada continua e insistentemente, nerviosa y muy alterada, teniendo la sensación que avanzaba más lento de lo esperado.
Y continuó haciéndose camino, abandonado ya el interior del bullicio y cada vez más rápido, cuando de pronto chocó contra algo y cayó al suelo estrepitosamente sucedido por un grito, más parecido a un quejido y una injuria.


Mientras tanto, todo oscense allí presente era testigo de las hazañas de una cabra que, resuelta a lidiar con quien fuera, se enfrentaba ora contra los alguaciles de la ciudad, descontrolada.

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Adelaine
-¡Qué me arrastre el mismo demonio al infierno!

Blasfemia tras blasfemia salían de sus inocentes labios rosados. Olivia, su reciente mascota adquirida, se sacudía el lodo de su pelaje rojizo, arruinando el único vestido decente que Adelaine poseía. Sabía que le costaría horas extras para poder conseguir otro parecido, o al menos que no tenga manchas de lodo moteando toda la falda blanca. Observo a través de la ventana buscando un alivio.

-No llegaré a tiempo si me quiero cambiar…

Y no. Los burdeles de Huesca no hincaban la rodilla en cuando a dar tiempo se trataba. Y mucho menos cuando de entretenimiento exótico se involucraba, al cual servia para deleitar a los clientes y animarlos a consumir los diversos productos del lugar, abarcando mujeres de piel chocolate o leche, cuyo cabello variaba entre las llamas del fuego, una cascada de seda amarilla o la misma noche reflejándose. Cada una tenía su rol, pero ni una llegaba a envidiar el rol que le tocó Adela en aquel lugar, o al menos eso le hacía creer.

Dio un paso hacía afuera de la vivienda, y su pequeña zorra colorada se escabullo entre sus piernas, para ubicarse unos escasos metros frente a ella, ansiosa de recorrer las calles de Huesca hasta las afueras del Vergel. Por más que a Adela no le gustaba que fuera, no le quedaba otra. La última vez que la dejo sola en su precaria vivienda casi le destruyo la mitad de los muebles entre mordiscos.


-Al menos allá la tengo vigilada… -reflexiono cuando la llevo por primera vez a su lugar de trabajo. Creyó que no la dejarían, pero sorprendentemente accedió la madame, siempre y cuando no destruya los muebles de la casa de muchas habitaciones. Por alguna razón no le negaban las pocas y nada ocurrencias que tenía.

Cerró la puerta detrás de ella y cruzo su mirada azur con los ojos de miel de Olivia. Sólo unos instantes se mantuvieron en esa posición, heladas, hasta que el impaciente animal se puso en posición juguetona, largando un suave ladrido. Y ahí fue cuando Adela echo a correr. Y correr, correr, correr. Corriendo por las calles volátiles de Huesca, esquivando con destreza las personas que se cruzaba por su camino. Giro a la izquierda, nuevamente a la izquierda y luego tres veces a la derecha. La única que le llevaba el paso era su animal. Y volvió a girar a la derecha. Sintió el bullicio de la Plaza, pero no le dio importancia, aunque debía cruzarla. Corría derecho. Corría en zig-zag. Corría… corría… corría…

Y chocó.

Se vio tirada en el suelo gracias al fuerte impacto con aquel cuerpo. Le dolía todo y no comprendía nada. Olivia por suerte logró detenerse antes de tiempo, pero ahora se encontraba ladrando aquella desconocida con su ladrido áspero e inquebrantable y el pelaje erizado. La rubia le chisto para que callase, lo último que quería era ser taladrada por su potente ladrido.


-Lo lamento mucho. ¿Le hice daño alguno? –se disculpo con una suave melodía mientras se incorporaba como resorte. De fondo, la zorra continuaba ladrando. -¡Olivia calla ya!

Rugió Adela, haciendo callar abruptamente al animal. Le tendió la mano a la muchacha para ayudarla a incorporarse. Debía ser turista, nunca la había visto antes transitar por las calles de la ciudad oscense.

Y a su alrededor la gente comenzó a observar los movimientos de las dos. Los ojos de azur se mostraron impacientes y vivos.


-¡Por que no metéis sus narices en otra parte! ¡Esto no es un jodi’o espectáculo!

La mala leche de Adela pudo lograr que la gente mirara hacía otro lado. No soportaba las miradas injuriosas. Suspiró.

-Perdón si la he incomodado, –le dijo a la joven de pelo azabache, -es que aquí la gran mayoría sólo mira, pero no forma parte de la acción. Si no iban a ayudarnos, mejor que se larguen.

Olivia mostró sus pequeños colmillos a los transeúntes que se quedaban mirando, mientras que Adela esperaba la reacción de la joven la cual mostraba en su mirar una inquietud poco de lo normal. ¿Por qué estaba tan inquieta?

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Cesar
Valencia no era tan concurrida como Roma, sin embargo, era igual de fácil hacer que te perdieran la pista. Las gentes, el bullicio, el ruido... Y la desesperación. Maldita Lisena. Maldita mil veces.

Huesca era una ciudad bonita, situada en una depresión conocida como La Hoya o La Plana, estaba rodeada por cerros y al norte, comenzaba el Pirineo aragonés. Sus tejados, de arcilla seca se tostaban al sol, dotándolas de un color rojizo, típicas del interior peninsular. Su catedral se elevaba sobre el resto de edificios, solemne, monumento que representaba el poder del Altísimo en la vida terrenal. Y allí abajo, en el cobijo que ofrecía sus muros ante el Astro Rey se encontraba él. Disfrutando de aquello que había escrito durante aquel último año.
Tras perder la pista a Lisena había acabado abandonando toda esperanza de atraparla de nuevo. Mejor para ella, hubiera sido ajusticiada con severidad. Su madre se mostró agradecida por aquella visita de cortesía, y no supo nada de aquella última aventura en Italia. No quería que supiera que su hijo vendía su espada para ganarse el sustento, pagarse sus fulanas y derrocharlo en vino. El manirroto del Mallister gustaba de vivir a todo trapo, sin negarse cualquier tipo de lujo, y eso hacía que cada vez tuviera más problemas con las rentas, con los CENSURADO corruptos y con sus deudores.
Por tal de recibir algunos florines, escudos, ducados o cualquier tipo de oro acuñado había decido escribir teatro, tan de moda que estaba. Al principio alguna que otra tragedia, en verso, que se había estrenado con muy poco éxito y no había servido para suplir todas las deudas. Y seguía derrochando. Finalmente decidió estrenar en Huesca aquella obra, ya que sólo una compañía se había interesado. Trataba de un hombre, un comerciante arruinado, que engañaba a una familia acaudalada de mercaderes para que casara a una hija, que era horrible, con él. Sin embargo, el amigo del protagonista, deseoso de contraer él nupcias con la muchacha, a través de una treta hacía que el pardillo se enamorara de una cabra, liando la historia de amoríos, traiciones, y cabras. A medida que la historia avanzaba el absurdo se iba apoderando y las carcajadas resonaban en aquella plaza junto a la catedral. Él también lo hacía aunque se supiera al dedillo aquellos versos salidos de su pluma.

De pronto un alborotador hacía de las suyas. Allá por donde pasaba iba dando golpes y pisotones, llamando la atención de todo el mundo. Se alejaba de él, cosa que le llamó la atención, pero al fijar la vista, la sorpresa fue mayúscula. Aquel rostro angelical, aquellas finas hebras azabache que resbalan por su espalda y aquella mirada maldita sólo podían ser de una persona.
Zorra… masculló entre dientes, mientras la ira afloraba bajo su piel.
Lo que viene a continuación, aunque el joven Mallister que acababa de superar las veinte primaveras no lo reconozca, sucedió. Sucedió que a su mente vinieron aquellos recuerdos enterrados, aquellos recuerdos de cuando tornó a sus tierras natales le martirizaron. La Toscana era diferente, Agostino le irritaba y las primeras semanas, los besos de Elisabetta no le calmaban. Con el temple convulso su vida zozobraba tras el temprano recuerdo de la de Toledo. Aunque jamás lo reconociera, la primera mujer que se había negado, más tarde accedido, y seguramente utilizado le había dejado mella en su altivo carácter. Para bien y para mal. Más para lo segundo, pues desde entonces su tiranía se había acentuado para con sus criados y subordinados. Había sido necesario mucho tiempo y mucho esfuerzo de sus allegados para calmarle los ánimos y reconducir su humor a la normalidad. A menudo, y para que se hagan vuestras mercedes una idea del estado del de la Vega, la cortesana, Elisabetta, con normalidad salía llorando de la habitación del signorino, con la cara marcada, y no fueron pocos los moratones que tuvo que esconder.
Por suerte, la ira había dado paso al odio, y este, al olvido. Hasta que aquella mujer no fue más que una anécdota, un mero apunte de a pie de página del libro de la vida de aquel hombre.

Y Huesca, aquella ciudad, los juntaba de nuevo. Iba a recobrar lo que le pertenecía, y a darle una lección. Pero él era más sabio en cuanto a pasar desapercibido se refiere, y confundiéndose con el gentío, a una distancia prudencial de la Álvarez la siguió, hasta la colisión con una rubia. Una bionda*, tonta tenía que ser, y encima llevaba un zorro que iba ladrando a cualquier cosa que se moviera. Observó, desde la distancia y como buenamente pudo el accidente, pues pronto se formó a su alrededor un corro. Tuvo que acercarse, temeroso de ser descubierto. Quería saber dónde se alojaba la mujer de los oscuros cabellos. En cuanto pudiera le haría una visita. Por el momento aguardó, intentando escuchar la conversación que mantenían ambas.


*rubia
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Asdrubal1
Estaba en camino hacia el Norte, atrás quedaban Urgell y Catalunya, la herida se le había vuelto a abrir y el médico le había aconsejado no tomar parte en ningún otro combate so pena de enfermar gravemente, el caspolino lo meditó profundamente, pero al fin el sentido común le ganó, y pidiendo los permisos pertinentes salió del Campamento, rumbo a los Pirineos, el de la Vigna había protestado de mil y una formas ante el último extravagante deseo de su señor;

-Pero, ¿Cómo se os ocurre tal cosa? Un viaje a Francia...

Y así estuvo durante varios minutos hasta que una mano imperiosa del de la Barca le calló, no había vuelta atrás, lo había decidido, aunque para regocijo del italiano, esta vez sí que le había dejado a él llevar los mapas, hacía un calor de mil demonios, el Astro Rey pegaba de plano sobre los dos viajeros, llegaron al medio día a los Pirineos, fue un largo ascenso y aún mayor penoso descenso, Asdrubal veía con horror que le costaba más mantenerse a salvo en la bajada que en la subida, había que evitar a toda costa coger demasiada velocidad y que se le rompiera alguna pata al equino... Hacer el trayecto a pie no era algo que le agradara en demasía.

Al anochecer ya habían recorrido medio camino, a una velocidad asombrosa, y sin pasar ningún control francés, eso sorprendió especialmente a Druso, aunque al de Caspe le pareció absolutamente normal, ¿Qué peligro iban a tener dos honrados ciudadanos? Hicieron un alto en una posada, de muy mala categoría en opinión de Asdrubal, quien no paró de soltar maldiciones a cada cual más malsonante, que a ciencia cierta no debieron entender los presentes pues no hicieron caso, suerte que el italiano chapurreaba algunas palabras en francés, porque lo que era el de la Barca... Al final consiguieron sendas habitaciones;


-¡Una estafa Druso! Nos han estafado, si ya sabía yo, que vas a saber tu de francés si eres italiano, ¡doy gracias para que hables castellano! Pero bueno lo hecho, hecho está, aunque claro bien pródigo que eres con mi dinero malandrín, no sé porque no te he despedido ya...

Cerró la puerta iracundo en las narices del de la Vigna, quien mostró una sonrisa y unos ojos resignados e hizo lo propio dirigiéndose a sus habitaciones, a solas y meditabundo quedó Asdrubal sonriendo, había que dejar en su sitio a ese italiano orgulloso, bien que le apreciaba, pero no podía permitirse traslucirlo, no señor, cada uno en su papel, y así con un orgullo y alegría de quien sabe que ha hecho un gran trabajo, se durmió.

A la mañana siguiente tras despertarse, ni que decir tiene que muy temprano, se dirigió a levantar al de Italia y bajaron, les sirvieron sendos platos de un mejunje que el tabernero decía ser leche con pan, pero que me aspen pensó el de Caspe, si me creo que esta bazofia es tal, pagó al tabernero lo debido y salieron por la puerta, para primera y única alegría del de la Barca, estaban ensillados, alimentados y limpios, por fín daban una. Subiendo a los caballos retomaron el camino en dirección a Foix, en el Condado de Toulouse, llegaron al anochecer, aunque por suerte, no como para que los portones estuvieran atrancados a cal y canto, traspasaron las puertas, antes eso sí, tuvieron que dar cuenta a los guardias que custodiaban las puertas, eso se lo dejó a Druso, que para algo decía que sabía mencionado idioma.

Entraron en un hostal y nuevamente pidieron habitaciones para pasar la noche, tras pagar, esta vez por adelantado, que desconfiados, pensó el de Caspe, se fueron a sus respectivos lares, en los que pasaron la noche, a la mañana siguiente, sin desayunar, pues en algo se habían puesto de acuerdo, tomar algo que no fuera cerveza en aquellos lugares de mala muerte, era exponerse a un envenenamiento, emprendieron un paseo por las calles de la ciudad...

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Lisena
Reaccionó tarde en cuanto a levantarse del suelo, y tras un corto bramido cayó en la cuenta de que la cabeza le daba vueltas tras aquel fuerte golpe. Tardó poco en lo referente a apreciar si continuaba la figura del Mallister donde estaba anteriormente, por lo que, aún en el suelo, volvió el rostro atrás y buscó los pies que se movían desde aquella altura. No lograba entender nada, ni tampoco lo requería, y cogiendo en un desprovisto la mano de la otra hizo fuerza para alzarse, con o sin su permiso. Después, y casi al instante, volvió a mirar hacia atrás, aturdida.
No le hallaba. Supuso que era porque había demasiada gente a su alrededor. Se puso de puntillas y volvió a mirar, pero en cambio notó un ladrido muy chillón y una bola de pelo áspero y duro. Agachó la mirada y pegó un brinco. ¿Un zorro?, perdón. ¿Una zorra?, ¡vaya! Así le llamaba el Mallister. Y de pronto todo se había vuelto en excusa por la que recordar al italiano.

A todo esto, ¿y el Mallister? Buscó a su alrededor. Le pareció haberlo visto, mas había desaparecido de ahí al volver a arrastrar la mirada hacia el interior de jolgorio de aplausos y risas. Más confundida que antes echó a correr, presa del pánico, sin apenas valorar que podría estar más cerca aún de lo que ella se pudiera imaginar; y corría, corría y corría, con el pulso acelerado, dando brincos por sobre los obstáculos que se hallaba en su camino y alzando las faldas para que no la estorbase en el movimiento de las piernas. Tras de sí, la continuaban Olivia y Adelaine.


¡Espera, espera! - Chillaba desde atrás la rubia. Debió de haberle causado gran impresión, pues confusa como estaba había echado a correr de aquel enorme corrillo de gente para perderse después por unas galerías abandonadas del arrabal muy próximas a donde se hospedaba, dando el esquinazo primero y después volviendo a aparecer entre los pilares.
La humedad y el hedor a orina se concentraban en ellas, pero era una zona muy ventilada, abierta y extensa que servía de pasadizo entre callejones; ella, por su parte, había pedido hospedaje en una de las habitaciones de un burdel que se encontraba a apenas pocos metros tras atravesar las galerías y torcer la esquina hacia la derecha, e iba con intenciones de allegar a él para recoger todo cuanto antes y salir hacia Jaca y de la misma atravesar los pirineos. Pero las piernas le fallaban y los nervios la traicionaron y tuvo que verse obligada a reposar apoyada a uno de los pilares, con el corazón desbocado y el miedo cabalgando por sus venas. Adelaine se aproximó a ella intimidada, temerosa por hacerla huir de nuevo. Olivia, mientras tanto, olía el miedo.-
¿Se encuentra bien?

Lisena la miró absorta, sin saber bien qué decir y recuperando el aliento aún. La miró de arriba abajo y dibujó después una mueca en su rostro al ver a la zorra tras ella, que la miraba curiosa e intentando atrapar su olor con su hocico. Se sostuvo con las manos al pilar como si fueran garras, y dejando que su pecho subiera y bajase ante su acelerada respiración, procuró sostenerse a pesar de la flaqueza de sus piernas.

Tengo que irme de Huesca, ¡tengo que irme ya! Consígueme un rocín o un caballo. ¡Me da igual!, pero que sea ya por favor, no puedo seguir aquí ni un minuto más. - Le fue diciendo mientras llevaba su mano al escote y de él sacaba dos monedas de oro que le diera la Duquesa. Los ojos vidriosos, la voz quebrada, la tez pálida. Había visto un fantasma.- Ten, para el animal, y lo que sobre para ti. ¿Podrás? Cuando lo tengas, ve a la posada de "La Maña" y pregunta por Lisena.

Le miró con ojos de súplica queriendo saber si ésta accedería, y como antaño hubiera hecho, encandiló a la muchacha para que accediera. Se hallaba en verdadera necesidad y, agradeciendo aquella improvisada ayuda, volvió a echar a correr, recuperada ya y con la mente más fría. No transcurrieron ni diez minutos cuando ya se encontraba en la que iba a ser su habitación, desorganizando todo y guardando todo en el petate que había utilizado durante el viaje de los anteriores días.
Una única ropa de abrigo por si había la necesidad de ello, pan endurecido por los días, un poco de tocino con lo que condimentar las comidas, queso, agua en una bota y la bolsa de dinero repleta, era todo lo que poseía, además de una capa de viaje para resguardarse de la lluvia ocasional. Y ahora adquiriría además un animal al que tendría que mantener. Al menos no volvería a caminar y avanzaría con más rapidez, motivo por el que había rogado a aquella joven rubia que la ayudara en conseguir uno. Se hallaba aún muy alarmada a pesar de todo y no sabía bien la razón por la que Adelaine le había inspirado confianza en un momento tan crucial, pero había reservado todas sus esperanzas en aquella huída y estaba segura de que Césare no podría atraparla. Tanto, que incluso cuando se le cayó el saquito de monedas al suelo y éstas se desperdigaron por él, no contuvo la respiración como habría hecho momentos ha y habría soltado una blasfemia. Pero se encontraba más tranquila ahora, y aunque sus movimientos continuaban siendo torpes no había vacilado en arrodillarse al suelo y disponerse a recoger una por una todas las monedas para devolverlas a su lugar.

Estaba por recoger las cinco últimas que quedaban cuando escuchó unos pasos y vio unas botas marrones, llenas de hebillas. Alzó la mirada y, sorprendida, se alzó, con las últimas monedas en mano y retrocediendo varios pasos hasta chocar contra la pared.

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Cesar
Bajo sus botas crujían las maderas, ese sonido era una sentencia para Lisena que, con la cara desencajada le observaba. Todo color había huido de su rostro. Los ojos, antaño agradables para él y ahora hostiles, mostraban el profundo miedo que dominaba a la joven. Su tersa piel había perdido cualquier rastro de viveza, pálida como si de un cadáver se tratase, más por el fantasma que acababa de ver que por naturaleza. Retrocedió hasta la pared de aquella habitación de “La Maña”. Lentamente, con pesadez, sin prisas, el Mallister adelantó su posición hasta apenas rebasar las monedas que yacían en el suelo, ajenas al mundo, a la suerte de los allí presentes. Cogió una y observó sus cantos desgastados, mellados por el ir y venir, el cambiar de manos. La lanzó un par de veces al aire, sopesando su peso. ¿Qué más daba su peso pensarán vuestras mercedes? Pues yo les respondo: no era más que un simple juego para martirizar a la de Toledo (que del temor, sus piernas habían flaqueado) mientras pensaba qué decir. Finalmente optó por algo sencillo.
-Al fin os encuentro, miei fiore…-lanzó una última vez el oro para cogerlo y no soltarlo. Las monedas compartían una característica con la Álvarez: ahora mismo ambas tenían un futuro incierto-.



Estuvo a punto de ser descubierto, cuando Lisena se había levantado de sopetón y él había reaccionado por los pelos, girándose un poco y vigilándola de reojo. Ya no tenía ninguna duda de que huía de él. Sus miradas nerviosas, oteando las calles, buscándole donde poco antes se encontraba no dejaban duda alguna. Salió corriendo y la perdió, pero para su fortuna la rubia fue a su estela, y este a la de la desconocida. No corría para no llamar la atención, pero la rapidez del paso ya daba a entender sus prisas haciendo que la gente se apartara. Finalmente, como un perro de caza siguió a la presa hasta que esta se cansó. Las observó de lejos, desde la distancia, como si de un halcón se tratase. Respiraba agitada y hablaba con un hilillo de voz. No la oía, pero su pecho la delataba. Subía y bajaba con cada respiración, desbocado. Se había llevado una mano al costado, allí donde el bazo hace de las suyas con el flato.
Le dio unas monedas a la rubia y esta marchó.

El Mallister se encontraba junto a otros hombres, muy próximo, pero no en demasía. Charlaban sobre fueros y Cortes que hacía poco se habían reunido y que habían sido tildadas de alegales. Aragoneses y sus mundos legislativos. Siempre igual. Pero a él ya poco le importaba, pues la castellana se movía de nuevo, más lentamente aun sin bajar la guardia. Entró en una posada que por nombre tenía “La Maña”. Estaba regentada por una mujer cuyo rostro no habría dado para trabajar en un burdel y ofrecía sus servicios a cualquiera que requiriera de un lecho seco, comida caliente y la compañía de una mujer ya entrada en años.
Accedió al lugar tras la de Toledo, que había desaparecido escaleras arriba. Nadie le hizo ni una pregunta, nadie le miró. Para el resto era alguien más que se hospedaba en aquel lugar. Otro Don Nadie. Y pasó completamente desaparecido.
Una vez arriba diferentes puertas cerradas le daban la bienvenida. No sabía cual era la correcta, así que poco a poco, e intentando no hacer ruido, fue poniendo la oreja para oír lo que al otro lado había. Una vez halló la correcta entró.

Bajo sus botas crujían las maderas, ese sonido era una sentencia para Lisena que, con la cara desencajada le observaba. Todo color había huido de su rostro. Los ojos, antaño agradables para él y ahora hostiles, mostraban el profundo miedo que dominaba a la joven. Su tersa piel había perdido cualquier rastro de viveza, pálida como si de un cadáver se tratase, más por el fantasma que acababa de ver que por naturaleza. Retrocedió hasta la pared de aquella habitación de “La Maña”. Lentamente, con pesadez, sin prisas, el Mallister adelantó su posición hasta apenas rebasar las monedas que yacían en el suelo, ajenas al mundo, a la suerte de los allí presentes. Cogió una y observó sus cantos desgastados, mellados por el ir y venir, el cambiar de manos. La lanzó un par de veces al aire, sopesando su peso. ¿Qué más daba su peso pensarán vuestras mercedes? Pues yo les respondo: no era más que un simple juego para martirizar a la de Toledo (que del temor, sus piernas habían flaqueado) mientras pensaba qué decir. Finalmente optó por algo sencillo.

-Al fin os encuentro, miei fiore…-lanzó una última vez el oro para cogerlo y no soltarlo. Las monedas compartían una característica con la Álvarez: ahora mismo ambas tenían un futuro incierto-.

Se llevó la mano al cinto queriendo quitar el fiador, sin embargo no halló el acero. Quizás esa fue la suerte de Lisena: que el Mallister no encontrara hierro con que atravesarla en aquellos momentos de ira y odio mezclados con recuerdos y sensaciones contradictorios. Aquel gesto no pasó desapercibido para ella, la cual entre pena y alegría, dejó escapar unas lágrimas que resbalaron por su rostro, formando surcos. Así pues, volvió a avanzar, hacia la mujer, quitándose el guante de cuero. La Álvarez se cubrió como buenamente pudo implorando la bondad de Aristóteles y llorando y suplicando y gritando.

El de la Vega se quedó a gusto marcando de cardenales aquello que de ahora en adelante iba a ser suyo.

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Adelaine
El nerviosismo de Lisena pudo ser capaz de nublar la razón de Adela, ya que por lo general no era de tratar esa súbita confianza mucho menos con alguien que acababa de cruzar (mejor dicho, chocar) por las agitadas calles de Huesca. Con las monedas de oro a mano, asintió y emprendió camino, pero, ¿hacía dónde? Estaba bastante claro que debía actuar rápido, aunque no debía dejarse llevar por aquellos sentimientos atropelladores. Si no se apaciguaba y pensaba en frío, probablemente no cumpliría con su cometido.

Cuando la perdió de vista, dio media vuelta y volvió a encontrarse con aquellas calles saturadas, al igual con la incógnita de qué hacer y cómo hacerlo. Se dirigió a la primera posada que se cruzo por el camino. Una fachada de madera que rendía honor a los años que se encontraba situada en ese sitio. No ingreso para hablar con el posadero, pero busco los establos que estaban al fondo de edificio. Ordenó a Olivia que se quedara a un lado, una tarea difícil para un animal inquieto, salvaje y rebelde cuando se lo proponía; lo último que querría es que los caballos se enloquezcan con el olor de la zorra.

Se deslizo en silencio intuitivamente, analizando el terreno, aunque no sabía el por qué de su reacción, si no se trataba de un robo planificado. Dinero para el caballo tenía, ¿y para dos?
No se dio el lujo de pensarlo dos veces. En un atisbo de su mirada vio a los animales sin nadie quién los cuidara. El hedor de los establos penetraba sus fosas nasales, logrando que una mueca se le dibujara en el rostro. Tomando coraje, se acercó a los dos primeros que tenía a mano, o mejor dicho, con las riendas aún puestas ya que se habían encargado de quitarle las pesadas monturas. Los observó más analizando la decisión que la propia contextura física de los animales. No supo deducir cuanto tiempo estuvo observándolos, pero si lo suficiente para percatarse que alguien se acercaba por el mismo callejón dónde ella había ingresado.

El corazón se le aceleró al tiempo que la decisión floreció en sus acciones. De la adrenalina pura logró conseguir montar de un salto al caballo negro, mientras que de alazán aún seguía sosteniéndolo de las riendas. El resto de los equinos olieron el miedo, y el aire se volvió tenso, pesado para respirar o al menos así lo sentía Adelaine. Pateo. Un muchacho salió tras las sombras de aquél callejón, pero el grito quedo ahogado con el miedo al ver un par de cascos brillantes danzando sobre él. El caballo alazán que encabritó sólo logró eso, el miedo y que el lugar se llenara olor a orina. Salió por el callejón y el dueño de la posada se había asomado a la puerta para que sucedía. En un ademán de su mano, tiro las dos monedas de oro sobre él.


-¡Gracias! -las palabras se la llevaron el viento, literalmente, galopando como podía con los dos animales. Extrañamente recordó la primera vez que montó un animal de semejante majestuosidad, y volvió a saborear los aires de libertad de aquel entonces. Giro la cabeza, a todo esto se había olvidado de Olivia, pero ella seguía ahí, corriendo con la lengua al viento, jadeante. Oía gritos detrás de ella, y empezó a correr la voz de su supuesto acto de vandalismo, aunque cesaron al ver que efectivamente las monedas eran de oro, y ahí la guerra comenzó entre ellos.

Llegó a su destino, se bajo del animal de un salto y los ato entre el espeso vergel, intentando de esconderlos. No había tiempo que perder, tarde o temprano buscarían por ella también. Alzó a la jadeante y cansada zorra en sus brazos y corrió a preguntar por Lisena. Simultáneamente, se oyó un grito que movilizó el burdel y el corazón de la rubia. ¿Había llegado tarde?

La sangre se le heló y se volvió corriendo hacía los caballos cuando vio unos hombres subiendo las escaleras. Y esperó, sabía bien lo que esperaba pero no sabía cual sería su final.

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Lisena
"Cuando me paro a contemplar mi estado
y a ver los pasos por dó me ha traído,
hallo, según por dó anduve perdido,
que a mayor mal pudiera haber llegado;

mas cuando del camino he olvidado,
a tanto mal no sé por dó he venido:
sé que me acabo, y mas he yo sentido
ver acabar conmigo mi cuidado.

[...]"

Gritaba en un principio, con el miedo calado hasta el alma y el fuego en sus mejillas, ardiendo incesante como aquella llama que hubiese latido tiempo ha por las venas del Mallister. Y en un descuido saboreó su veneno, veneno que en la piel dormía guardándola de los males. Pero aquel mal era ya inmune a cuanta ponzoña pudiese caber en su descarriada alma y, propiciándole cuanto dolor él había soportado en sí, la dio un último golpe que ella paró con el brazo.
Quiso verle la cara después, y cogiéndola desde el cabello que manaba por la nuca la zarandeó hasta él, de manera embarazosa y tropezando con el petate que cayó momentos antes al suelo. Se aferró a su pecho por no verse arrastrada por el entarimado, aún en muestras de honor y sobretodo orgullo, e irguió el cuello alzando la barbilla, con la siniestra sujetando la mano que la cogía desde el pelo y la diestra secándose las lágrimas. "No cambiarás" le pareció oírle susurrar al valenciano, y con otra nueva lágrima manando de sus vidriosos ojos almendra, como las que comían en La Toscana, volvió a secarse el rostro con la manga de su vestimenta.

No sabía bien por qué, pero seguía atreviéndose a mirarle con su orgullo y soberbia en los ojos, vidriosos y muy a pesar de los golpes recibidos. Fue entonces un momento en el que ella creyó desfallecer y nublarsele la vista ante el dolor, las mejillas sonrosadas y un hilo de sangre corriendo por sus labios más rojos que nunca y con las piernas tendidas casi, habiendo perdido toda fuerza que en ellas hubiera. Césare la sostenía, glorioso por su venganza que aún parecía saberle a poco pero que a pesar de ello se regocijaba.
Ella, con los ojos entreabiertos, observaba cómo él sonreía y después mantenía el semblante serio, como sopesando en las circunstancias y retornando a algún tiempo pasado. Intentó abrirlos un poco más y le miró, tan fijamente, que el tiempo se detuvo en ese instante. Y pudo, con apenas un atisbo de tiempo, observar flaqueza en ellos.

El hombre siempre se doblegaría ante la debilidad de la mujer.


Tú... - Susurró sin fuerzas. Dejó caer su brazo, desfallecida de nuevo pero intentando aferrarse a aquel desgraciado mundo de pesares y haciéndose de tripas corazón por hallarse sus últimas fuerzas en ella. Buscó algo con la mano y no dio con nada más que unas cortinas, sucias y destartaladas por polillas. Y tiró de ellas, con fuerza. Cayó el barrote metálico que las sostenía y dio en la cabeza del Mallister, que aturdido cayó al suelo llevándose consigo a Lisena. Se separó con rapidez arrastrándose por el suelo y falta de un arma, se hizo con el mismo barrote que había caído sobre él, a modo de lanza. Le miró con reproche, retrocediendo, las piernas temblándole.- Tú... -le repitió, acongojada- ...jamás vuelvas a ponerme una mano encima. O te juro, ¡te juro Mallister! ...que aunque sea lo último que haga, te llevo conmigo al Infierno.

Se agachó rauda y aferró el petate con todas sus cosas a su brazo, yendo después por la bolsa de dinero y dejando, a modo de propina, las últimas monedas que no le había dado tiempo a recoger. Iba rápida, aprovechando el vaivén confuso y oportunista de Césare que, de rodillas, intentaba alzarse para detenerla. Pero ella ya estaba saliendo de la habitación, con los movimientos torpes y el cuerpo dolorido, cerrando después la puerta y atrancándola con el barrote entre los quicios de ésta y sobre el pomo. No aguantaría mucho tiempo pero sería el suficiente para escapar.
Corrió escaleras abajo sorprendiendo a los pocos huéspedes que apenas habían podido reparar en su rostro enrojecido y, al salir a la puerta, se halló confusa por la luz del día. Buscó a uno y otro lado y después echó a correr doblando la esquina.
Buscó una cabellera rubia y confundió a Adelaine con otra mujer, la cual retrocedió al verla, pero pronto la liberó y volvió a salir en busca de Adela. Pero fue la propia Adela quien la halló a ella y guiándola hasta los equinos aprisa, le preguntó acerca los golpes en su rostro. Tenía un ojo rojo que pronto tornaría morado, las mejillas sonrosadas y el labio inferior roto, y su jovial y dulce rostro comenzó a hincharse en poco tiempo. Frenó abrupta ante el alazán que, revuelto, se alzó sobre sus patas traseras y relinchó asustado y nervioso, sin dejar montarse.

Aprovechó para terminar de cerrar el petate y guardar el dinero, y una vez tranquilizado el corcel, montó sobre él. No llevaba silla, pero era mejor que seguir corriendo, sobretodo tras aquella paliza. Arreó al animal, que se revolvió unos segundos, y después avanzó cinco palmos hasta que Adelaine la detuvo.


¡Espera! ¡Voy contigo!

No juzgó necesario preguntarla, sólo se volvió hacia ella, ya montada, y ambas féminas salieron al galope del vergel, como dos sombras negras. Un grito de desesperación a lo lejos, lágrimas en las mejillas de Lisena y mucho, mucho dolor en el cuerpo, sobre un caballo de gran carácter recién domado. Hacía fuerza con las rodillas para aferrarse sobre el lomo del caballo y agachaba el cuerpo pegándose a él, dejando que sus ojos retornasen atrás, sintiéndose parte del hombre que la acababa de maltratar.
Fue después, cuando se sintió más segura por el camino y a dos millas de Jaca, cuando se detuvo a pensar en qué hacía Adelaine con ella.


"[...]

Yo acabaré, que me entregué sin arte
a quien sabrá perderme y acabarme,
si quisiere, y aun sabrá quererlo:

que pues mi voluntad puede matarme,
la suya, que no es tanto de mi parte,
pudiendo, ¿qué hará sino hacerlo? "

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Adelaine
Hacía tiempo que no galopaba de tal manera, donde lamentaba con el alma no haberlos ensillado. Pero no había tiempo para los negocios y recorrer. Si hubiera llegado tiempo después...

Ahora se encontraban a escasas millas de Jaca, o al menos eso le contesto otro viajero que iba por el camino contrario. A esa altura la marcha había aminorado, el sol ya comenzaba a emprender su camino hacía el horizonte, y la razón volvía en sí.

Lisena, detuvo su caballo y se dirigió hacía la rubia. La sangre estaba seca y su rostro hinchado y rojizo de los golpes recibidos, aunque su mirar parecía haber procesado todo lo sucedido.


-¿Por qué decidiste acompañarme?

La incredulidad la sintió Adela en el tono de voz de Lis, la cual ahora permanecía firme y serena.

-Por que quería hacer lo mismo que tu. Huir.

-... huir, bien lejos de aquel lugar y aquel burdel. -hubiera terminado la oración aunque pareció lo mas sensato callar. Al fin y al cabo eran sólo desconocidas que buscaron un mismo común. Salir de aquella ciudad.
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Lisena
Por su parte, se le antojó misterioso el tono con el que Adelaine la trataba. En cambio, la observó detenidamente y asintió. Se hallaban ora a un lado del camino, arropadas bajo los árboles y entre los matorrales en donde se habían hecho un sitio para sentarse, comer y descansar hasta llegar a Jaca y, tras la villa, el pirineo.

Mientras iba hablando, buscó algo metálico en lo que verse el rostro, entre sollozos agónicos, y poder limpiarse la sangre con agua de su bota.


¿Y tú de qué huyes? -le preguntó, indiscreta, siseando con la lengua en muestra del dolor que sufría al tocarse el rostro. Por suerte, no tardaría demasiado en sanar y, hasta que lo hiciera, decidió en aquel momento que ocultaría su rostro.- Imagino que no dirás nada hasta que no lo diga yo. Pero,... bueno, yo... Yo huyo del pasado. Podrás suponer que ha sido el mismo pasado quien me ha hecho esto. Ayúdame por favor.

Le pidió de pronto, entregándole la bota de agua y pidiéndole que la vertiera sobre el paño con el que intentaba aliviar los golpes. Estaba fría, le sentaba bien. Era una sensación bastante agradable tras aquella furia torrencial de puñetazos.

Ahora, dime... ¿Puede ser que huyeses de algo peor que lo mío?, supongo que sí. Si quieres continuar deberías hacerte con comida, es básico. Y no seré yo quien te obligue a permanecer a mi lado. -inquirió de nuevo, mirándola con desdén, todo el que podía. Pero de pronto se sintió conmovida por el rostro de la muchacha y, considerando que estaba siendo una desagradecida, teniendo en cuenta que, si no fuera por ella, no estaría allí con aquel caballo, cambió el tono por uno más sumiso y considerado hacia Adelaine.- Bueno, quiero decir... Mañana si quieres, vamos al mercado y compramos más. Y unas mantas, supongo. Ya no me fío de los hostales. Por cierto... Gracias. Me llamo Lisena.

Fue todo cuanto dijo, y tras un largo silencio, volvió a contemplar su rostro. Era un monstruo. Un monstruo rojo, de sangre, de la ira aplacada en su rostro. Cogió su humilde capa y se cubrió con ella, escondiendo tanto rostro como lágrimas bajo la capucha y, entre sollozos acongojados, bromeó diciendo que estaría muy agradecida por ser mora y tener que cubrirse la cara.
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Adelaine
Aquel desdén puso en duda si lo que había echo valía realmente la pena. Y aquello parece que se vio reflejado en su mirar, pues la actitud de Lisena cambio sin que dijera ni una palabra. Al final se termino presentando formalmente y ante al agradecimiento se limito a sonreír y asentir.

-Yo me llamo Adelaine. -le dijo antes que haga Lis la broma de ser mora. Rió con ella, pero más por la gracia sino por la complicidad en sí.

-¡Eso lo podemos arreglar! Si me permites...

No espero respuesta alguna y le quito de un movimiento la capa que tenía puesta, dejando al descubierto aquel rostro congestionado. Con movimientos suaves, ya que no quería hacerle daño, le hizo un velo improvisado donde sólo aquellos ojos hinchado de lágrimas era lo único que exponía.

-¡Tarán! -exclamo con cierta gracia. Detrás de ella, Olivia contemplaba el espectáculo, mientras rodaba y se estiraba entre en la tierra, feliz de haber bajado de ese caballo.

Adela volvió a sentarse en el suelo con las piernas abiertas, doloridas, en especial la cara interna de los muslos, por la tensión ejercida mientras galopaba. Recordó que tenía una pregunta pendiente, así que medio sus palabras antes de contestarle.


-No se si peor a lo que te enfrentaste, aunque a esta altura no sabría juzgar que me hubiera deparado. -pronuncio en una voz serena y tranquila con una pequeña pausa para un suspiro. Prosiguió. -Me iban a subastar.

    En aquel contexto era más que claro a qué tipo de subasta se refería. El ritual consistía en juntar la mejor clientela del burdel, y aquel que ofrecía más por ella, se quedaba con su virginidad. Claro que la idea la atemorizo.

    -¿No puedo seguir con los bailes? -le suplicó a su Madame la noche anterior, casi de rodillas después de su espectaculo. Bailar como odalisca era el motivo el cual había ingresado, y era el único motivo lo cual le gustaría seguir en el burdel. Pero no como una fulana, no, eso no.

    -Ya circularon los rumores que sigues siendo doncella. ¿Crees que eso es bueno para mí y la reputación del local? ¡Claro que no! Vístete con tu mejor vestido, y si es blanco, ¡mejor! Nosotras te maquillaremos. Si te mueves en la alcoba como lo haces en el escenario, la fortuna será grandiosa. Oh vamos, no llores, sabías bien que este día llegaría.

    Le tomo la barbilla con delicadeza obligando a mirarle los ojos, mientras ella yacía en el suelo de rodillas. Implorar no le serviría de nada, y las lágrimas menos. Sí, sabía que ese día llegaría, pero no lo deseaba. Cuando su Madame salió de la habitación, Olivia se acerco hacía ella, limpiándole las lágrimas de las mejillas. Se limito a abrazarla, sintiendo el calor y suavidad de su pelaje por su vientre desnudo. En aquel momento se sentía miserable y sola.



Recordó esos eventos después de pronunciar la palabra "subasta", pero no los mencionó, irrelevantes a la situación. Sólo le comento que durante esos meses bailaba como odalisca y es por eso que había ingresado a trabajar.

-No te asombres. -le dijo. -¿Viste el fuego de las chimeneas? Cálidos, ardientes y las llamas bailando sensuales consumiendo la leña, pero no lo puedes tocar. Básicamente, era el fuego que calentaba mientras que las demás hacían su labor.

Le sonrío cordial, mientras volvían a recaer en un silencio no incomodo, pero esencial. Por parte de ella, disfrutaba oír aquellos cantos de libertad que la naturaleza le regalaba. Lleno sus pulmones de aire y cerro los ojos. Olivia se acerco y se recostó entremedio de ellas, moviendo la cola de un lado al otro. Pronto deberían partir, así que el tiempo lo aprovechaba para aminorar el ardor.
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Lisena
Comenzó a reír ante la viva alegría de Adelaine. Hacía mucho tiempo que nadie la trataba con esa naturalidad innata y esa simpatía que, a pesar de amedrentar tensiones entre ellas, siempre provocaba cierta desconfianza en Lisena. Pero pronto rehusó de aquellas ideas: la muchacha que se hallaba en frente suyo la había ayudado y, en cierta manera, salvado, por lo que pensó que no hubiera estado mal compartir su alegría.
Tampoco se pudo imaginar que Adelaine le ayudaría con algo así como su rostro marcado por los golpes que le profiriera el Mallister y, tras buscar quién sabe qué en su equipamiento, sacó de él una tela de un color muy brillante. Vaya, no recordaba que estuviese allí, entre sus cosas de viaje. Recordaba aquel púrpura, comprado en los mercados tanos, y por la bolsa del Mallister. ¿Aún no la había tirado?, pero ¿por qué tirarla? Era tan bonita... Y fue el único detalle desinteresado de aquel hombre. ¡Ah, por Fortuna, aquel hombre sabía ceder aunque no lo supiese reconocer! Y si no fuera porque la había golpeado, ya habría vuelto a enamorarle.

Tomó la tela entre sus delicadas manos y envolviéndola en ella hizo que su belleza no se viera eclipsada por el dolor en sus mejillas, dejando sólo un surco para aquellos ojos llorosos y que tanto contaban a cada pestañeo, que arrancaba una brisa desgarrada por sollozos de las horas anteriores. Y cubierto el rostro y ocultado el problema, volvió a sacar de su petate una hogaza grande de pan, además del tocino y el queso que lo acompañaban. Tendrían una cena generosa en mitad del camino para dos personas.


No tengo mucho más... Pero prometo invitarte a comer caliente mañana. - Fue cuanto la dijo, ofreciéndole la comida como cena de aquel día. Era verano y, aunque tardase en anochecer, la hora quedaba marcada por el Sol que ya comenzaba a ocultarse, así como sus estómagos reclamaban una recompensa por el esfuerzo cometido.

Se recostaron entre las pocas ropas de abrigo que llevaban y las que portaba Lisena sobre su nuevo caballo, al cual aún no habría nombrado, y utilizándolas Adelaine como lecho, se tumbó mirando cómo la morena prendía una pequeña hoguera con la que espantar los animales del bosque. Se sentaron después alrededor de ésta y comenzaron a intercambiar discursos sobre sus vidas. La rubia, ella, hablaba sobre sus razones de huída. Lisena, avergonzada, no sabía cómo confesarle lo que realmente ocurría.

La paliza hizo que su conciencia se amordazase.


¿Sabes bailar? -Prefirió interrogar, cambiando de tema y tomando impulso a partir de la información que la odalisca le diera. Si ese era su trabajo, supondría que sabría asir sus caderas provocando el deseo y la envidia. Como el fuego, la dijo. El fuego arde, y arder en llamas era, entre otras muchas cosas... Un final digno para un condottiero.- ¡Enséñame, por favor te lo ruego! -Y alzándose ambas entre risas, transcurrió la noche, moviendo las caderas una y aprendiendo la otra; después los brazos, aprender a abrazar el aire sin apenas rozarlo, con sensualidad... Y por último la pierna, mostrarla con elegancia a un público imaginario. Era muy divertido.

Pero Morfeo se adueñó de ellas después, y durmieron, soñando con danzarinas de rostro cubierto y envueltas en llamas hasta que la hoguera ardió una última vez durante la noche.

A la mañana siguiente, todo quedaba recogido. Los corceles habían pastado y bebido también, y ya más frescos todos para continuar el camino, avanzaron hasta lo que quedaba de ruta hasta Jaca. Una vez en Jaca, se perdieron por sus calles, tan llenas de gente como las de Huesca, y buscaron el mercado mientras intercambiaban palabras animadas y sonrisas de rostros descansados, a pesar de estar cubiertos, como el de Lisena. Compraron más pan, un poco de carne para aquella misma noche y algo de vino para acompañar. No supieron qué más podrían comprar y, sabiendo que aún así aquello iba a ser un festín, abandonaron el mercado y prefirieron conservar el resto del dinero para futuras necesidades.

Continuaron el camino, tras haber hurtado unas sillas de montar en otros establos de la villa y sustraído unas alforjas con ellas, en una de las cuales hallaron más comida y en otra misivas y correspondencia que fueron leyendo durante el camino entre risas y sofocadas carcajadas. Pronto estarían cruzando el pirineo, y ora atravesaban el puerto de montaña de Navasa.

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Adelaine
No era raro aquel entusiasmo cuando se presentaba como odalisca, por lo cual accedió a enseñarle sin problema alguno, aunque le advirtió que el día siguiente le dolería todo el cuerpo, en especial la cintura y caderas. Olivia, mientras tanto, devoraba una rata que acababa de casar a escasos metros de ellas.

-No me quiere contar el motivo de esos golpes... -pensó mientras movía las manos en el aire cual serpientes deslizándose, sin cambiar aquel semblante cálido de su rostro. -... no la culpo.

Pero de alguna forma u otra iba a enterarse, si era necesario, incluso forjaría amistad con ella. Y de esa forma juzgar si sería necesaria su ayuda para planear alguna clase de venganza o no, sin acceder a la fuerza o las armas. Bueno, las armas sí, después de todo, ¡las caderas no mienten!

Cuando terminaron con el pequeño aprendizaje, no pudo evitar destacar lo bien que lo hizo, ya que no todas las mujeres tenían la soltura del cuerpo. Derrotadas por el cansancio, se tiraron sobre los improvisados lechos y tomó a Olivia como improvisada almohada.

Antes del alba Adela ya estaba de pie, el suelo no era un buen colchón pero aunque lo fuera no podrían bajar la guardia. Cualquier transeúnte podría llegar hacía ellas y quitarles todo y más sin siquiera preguntar. Al poco tiempo, mientras Adela se colocaba el velo para cubrir su identidad, Lis se levantó quejándose del dolor que tenía por todo su cuerpo.


-Te advertí que te dolería -le sonrió, recodando aquel dolor que había quedado en el pasado cuando aprendía el arte de la danza. De desayuno se limitaron a comer las sobras de la noche anterior y volvieron a emprender camino hacía Jaca. No tardaron mucho yendo a galope, pero lo que estaba más que claro que seguir cabalgando sin las sillas no.

Cuando empezaron a compenetrarse a las turbias calles de Jaca, se vieron obligadas a desmontar sus caballos y llevarlos de las riendas. Olivia se deleitaba olfateando por tierra y aire los diversos aromas y hedores que la ciudad desprendía. De vez en cuando les mostraba los colmillos a perros que se les cruzaban en el camino, pero la rubia enseguida la corregía ya que lo último que quería era malgastar dinero en curar heridas que podrían haber sido evitadas.

Ya al final del mercado sintió mareos. No quería seguir permaneciendo en aquel lugar, se lo transmitió a Lis y ella accedió una vez que salieron del mercado con la carne recién comprada. Volvieron a partir de aquella ciudad, respetando la premisa de Lisena de no querer permanecer en cualquier posada por desconfianza. Montaron unas cuantas millas, hasta que divisaron unas tierras abandonadas.


-¡Vayamos a ver! -exclamó Adelaine, quien contemplaba la inseguridad de su compañera si entrar o no. -Por ahí encontremos algo que nos pueda interesaaaaar...

El énfasis de sus palabras logró convencerla, así que cruzaron las tierras desnudas de pastizales. La rubia fue la primera en aterrizar en el caballo y se adentro con suma cautela, siendo Olivia más que sus ojos. Lisena, en cambio, decidió quedarse cuidando a los animales

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Lisena quedo esperando hasta la preocupación sí algo hubiera sucedido a aquella rubia quien ahora aparentemente era su única compañía. Desmontó con la preocupación retratando su mirar. Los caballos comenzaron a inquietarse y el suspenso comenzó a domar los corazones. Escucho pasos, rápidos y torpes que se dirigían hacía ella, y se volteo en dirección a la casa abandonada, llevando sus manos a la frente para ver mejor.

Entonces la vio. Olivia corriendo como si hubiera visto un fantasma y detrás de ella alguien intentaba de llevarle el paso. El correr de aquella mujer gracioso tocando el limite de lo ridículo, dando zancadas y bamboleándose de un lado al otro, con unas sillas de montar y una bolsa sobre ellas.


-¡Venga, venga, venga! ¡Ayúdame que pesa! -le grito la voz de la rubia.

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Adelaine había ingresado a los establos abandonados, llenos no sólo del hedor de los animales sino también aquel inconfundible olor a muerte. Sobre la paja yacía un cuerpo putrefacto e irreconocible. No portaba muchos objetos de valor, pero había tirado a escasos metros de él un zurrón con que parecía ser correspondencias. Lo tomo con asco y lo tiro a un lado, reservándolo para más adelante. Divisó unas sillas de montar y un par de mantas, ¡ideal para ellas! aunque el único problema es que tomar dos y encima siendo pesadas, le tomo su tiempo. Tiempo que se vio limitado cuando le pareció oír el crujir de la madera, ahí fue utilizo toda la fuerza que poseía y salio corriendo de la forma que visualizo Lisena.


Tiro las sillas al suelo para que cada cual agarrara la suya para sus respectivos caballos. Tarea que se le dificulto a Adela por que jamás había colocado la montura a uno. Mientras se acomodaba, le comento su siniestro hallazgo.

-Ni idea quién habrá sido ¡Pero mira que tenía! ¡Cartas!

Le dijo entusiasmada sacudiendo el zurrón con sus manos dejando caer al suelo unas cinco cartas, algunas selladas con lacre y otras no. Montaron los caballos y prendieron camino hacía la montaña Navassa. Le entrego las correspondencias a Lisena mientras Adela se hacía ama y señora del zurrón medio maltratado. La de ojos de almendra comenzó la lectura en voz alta, primero la de un sobre que parecía de la alta nobleza. Era una invitación para la coronación de la Reina de Valencia.

-¡Allá festejando y nosotras acá yendo en sentido contrario! ¡Desdicha es la vida! -se quejó Adela burlona, provocando carcajadas y rompiendo las tensiones. La siguiente carta parecía una declaración de amor, donde fue imposible que a dúo imitaran aquella escena absurdamente romántica. Y así con el resto de las cartas, Lisena las leía en voz alta mientras que Adela realizaba la mímica.

Gracias a las cartas permitió que el tiempo se vuelva más ameno. Llegaron a su destino justo mientras el sol comenzaba a ocultarse por el oeste, así que se apresuraron en recoger leña y prender una fogata para asar la carne. Olivia daba vueltas por la fogata, atraída por el jugoso olor de la carne. En un momento hizo ademán de saltar para arrebatar el trozo de carne, pero la de ojos azur la agarro en el aire y la aprisiono en sus brazos, abrazándola con fuerza y diciéndole cursiladas banales mientras Lis pinchaba la carne para ver si estaba lista.

Por lo general, Olivia se dejaba mimar, pero entonces se volvió más inquieta de lo normal.


-Anda tú, ¿no me quieres más verdad? –le hizo puchero a su zorra quién la ignoraba. Estaba alerta mirando hacía Lisena, o al menos eso creía. Se zafo de sus brazos y salio corriendo en dirección a la cocinera. Adela, dramática, le dice: -¡Veteee, olvídate de mi zorra!

Pero paso de largo a la de pelo castaño quien se reía detrás del velo. Olfateo el aire, ignorando la carne asada y enseño los colmillos a los arbustos con el pelo erizado. Y ahí fue donde comprendió, que no estaban solas…

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Cesar
                    “Caminante, no hay camino,
                    se hace camino al andar.”






Aquella manta llena de chinches no le protegía del frío matinal que azotaba las tierras del rey de Francia. Había llegado a Saint Liziers el día anterior siguiendo a Lisena y aquella rubia, aún desconocida para él. Las había seguido varios días desde que retomara su pista en el puerto de montaña de Navalas, paso obligatorio para cruzar aquella cordillera, y desde entonces no les había vuelto a perder el rastro. Al principio habían sido cautas, intentando pasar desapercibidas sin dejarse ver, pero a medida que transcurrían las jornadas iban perdiendo esa cualidad, hasta creerse completamente seguras. Él por su parte aguardaba una buena oportunidad, la ocasión perfecta para abordarlas sin darles de nuevo la opción de escapar. Aquel golpe recibido en Huesca le dolía en el orgullo.

El Mallister se hallaba en un establo, lugar donde la nariz se embota con todo tipo de olores desagradables y el oído se vuelve más sensible ante la amenaza de ratas y otros animales. Al menos podía decir que había dormido seco sobre aquel heno. Con la misma ropa que en días anteriores y exhausto por la continua vigilia, se levantó y desperezó un poco. Había dormido mal y estaba hambriento.
El de la Vega tenía la mente en blanco, las tripas le rugían y era cuanto necesitaba saber. Así pues, acabó el poco de pan duro que le quedaba y algo de queso. Además le pegó un buen viaje al vino que bajó directo al estómago saciando su sed. Una vez acabado el festín volvió a lo suyo. Las jóvenes.

Cada cosa en su sitio. La florentina (una especie de vizcaína pero a la italiana), la espada envuelta convenientemente para evitar ruidos innecesarios y el sombrero, bien calado, ocultando al máximo su rostro.
Césare sabía en que habitación se hospedaban aquellas dos, la noche anterior, tras que salieran las incautas, un par de florines se habían deslizado, como quien no quiere la cosa, hasta la mano de la regenta, quien había cantado cuanto sabía. De esta forma, a una hora muy temprana, hora en la que sólo los ebrios, alguaciles y asesinos están despiertos se dirigió hasta el hostal. Este estaba frente aquellas cuadras en las que había pasado la noche y era de dos plantas. La baja, un comedor donde la gente gastaba el dinero que tenía en alcohol y mujeres que se acercaban al anochecer, y la de arriba, las habitaciones. De esta forma subió los peldaños haciendo el mínimo ruido posible, como otrora en Huesca. Sólo que esta vez iba preparado a conciencia.

Una vez frente a la puerta deseada la abrió tal y como le dijo que hiciera aquella mujer escuálida, de piel amarillenta y cuerpo huesudo. La cerradura estaba rota por el trajín, el ir y venir de visitantes, portazos, el tiempo iba pasando factura. Y cedió con un golpe seco.
Rezó, rezó para que no se hubieran despertado, pero parecía que aquellas dos también estaban exhaustas, cansadas del largo viaje y no se oyó ningún ruido desde dentro. Abrió la puerta suavemente y se introdujo en la habitación. La estancia era cálida y fuera quedaba aquel helor matutino. Cerrando de nuevo buscó algo sobre lo que sentarse, una silla cualquier cosa. Cuando lo encontró, tomó asiento frente a la puerta, mirando al lecho. Bloqueando la salida.

La habitación era pequeña, les habría costado poco y no estaba muy decorada, sólo una pequeña mesa, a modo de repisa y la cama. Ahí se encontraba lo que buscaba. En el lecho estaban las dos mujeres, una al lado de la otra. La rubia dormía en posición fetal, dejando los cabellos sueltos, cayendo por el borde de la cama. Al otro lado, pegada a la pared se encontraba Lisena. Seguía con el rostro marcado, pero en vez de cardenales e hinchazones, su faz ya mostraba signos de recuperación, el color violáceo había ido dejando paso a pequeñas costras.
Sus vestidos se encontraban apoyados sobre la mesilla. Así que dormirían con lo imprescindible, bajo aquella manta.

El recuerdo de aquella noche bajo la magia del vino toscano hizo que aflorara una sonrisa bajo aquel gorro. Las curvas de la de Toledo, el olor de su cabello, el tacto de su piel, el color de sus ojos, la sensación de sus besos, todo, todo era cada vez un recuerdo más difuso, pero que con gusto repetiría. Se mesó la barba recordando aquellos días en los que Gaviolo aún vivía. Por aquel entonces, ¿quién le hubiera dicho que acabaría así?

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Lisena
Dormía boca arriba, el rostro echado hacia un lado, mirando hacia la pared y sin apenas ropa. Una bola de pelo y pelusa, pequeña y de tacto suave, se movía entre las sábanas y desde los pies hasta el pecho de la joven, en donde decidió tumbarse mirando hacia la puerta; se movía una figura.
Olivia dormía a los pies de su dueña, y el otro pequeño animal, silvestre aún, empezaba a morder la mano de Lisena, mirando con ojos de súplica al Mallister, muy quedo en la silla.
Se desveló de pronto ante los mordiscos insistentes del pequeño lobezno y lo primero que hizo fue verificar que el animal no había meado la cama. Lo cogió entre sus manos y lo levantó, mirándole. "Querrá comer", pensó. Fue en ese momento cuando vio a Césare y se incorporó sobre el lecho, alerta y atenta a lo que pudiera hacer, acomodando el largo pelo y haciendo alarde de su aparente desnudez al recolocarse el corpiño bien.

El silencio se mantenía en la habitación, y ésta, caldeada, solo se veía interrumpida por el llanto del cachorro que, con rebeldía, intentaba acercarse al valenciano para olerle, pero ella no le dejaba. Temía más por el propio animal que por lo que pudiese pasar con ella.
Le mantuvo la mirada todo lo que pudo hasta que la bajó, asumiendo su derrota y final y dejando que su mente vagase a cuando adquirió aquel pequeño animal. Olivia le había enseñado los dientes dos días atrás en el puerto de montaña, cuando acampaban, y éste, entre las sombras de la maleza, se acercó con las orejas apuntando hacia el cielo, muy juntas sobre su cabeza, el hocico arrastrándolo por el suelo y la cola entre las patas, atraído por el sabroso olor de la cena de ambas viajeras; y con la indiscreción de la juventud e, incauta, la cría de lobo se aproximó hasta ellas dando un rodeo a la hoguera, sin temerla, aunque perdiendo de vista tras ésta al aviso de la zorra que, inquieta, marcaba el territorio con sus gruñidos. Se sentó frente a ellas, pidiendo comida, algo que les resultó gracioso a ambas y enternecidas por la cara del lobezno, accedieron a hacerle partícipe de aquel ágape de montaña. Siempre estaba pidiendo más y más, y en una ocasión incluso llegó a morder a Lisena a causa del último trozo de carne. Pero era un lobo y no le culpaba, ella habría hecho lo mismo. En cambio, le sometió a su voluntad con dos golpes que volvieron más sumiso al lobezno y, aunque aún con arranques salvajes -como el de aquella mañana al morder su mano-, el animal se dejó tratar. Debía de haber sido una cría perdida o incluso el huérfano de una camada.

Como ella, perdida y encontrada por una mano más poderosa y dominante. Quizás fue ese el motivo por el que lo acogió y, desde entonces y hasta que allegaron a Saint Liziers, le rieron las gracias que protagonizaba sobre la montura alazán de la Álvarez, buscando cobijo.


En aquella mañana también le hubiera reído las gracias, pero se hallaba lo suficientemente nerviosa como para ello, y volviendo a alzar la vista hacia el Mallister le escrutó con la mirada. ¿Qué vería él?, ¿una muchacha joven y fuerte o una niña desamparada a la que poder aplastar con un dedo? Creía su futuro lo bastante incierto como para cometer cualquier acto desesperado, por lo que alzándose del lecho descubrió su cuerpo, cubierto bajo el apretado corpiño y vendajes que ocultaban sus vergüenzas más aparentes. Se aproximó hasta él con el lobo a sus pies, al que había apodado como "Suda" pues no obedecía nada de lo que Lisena pudiera decirle, y apartándolo con un pie lo detuvo mientras observaba cómo ella avanzaba hasta la figura, un hombre sentado que le miraba también con un halo amenazador.


Desmayarse, atreverse, estar furioso,
áspero, tierno, liberal, esquivo,
alentado, mortal, difunto, vivo,
leal, traidor, cobarde y animoso;

no hallar fuera del bien centro y reposo,
mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
enojado, valiente, fugitivo,
satisfecho, ofendido, receloso.


Recitó, arrodillada a sus pies y mirándole al rostro con el alma en vilo y la voluntad corrompida. Aún recordaba aquellos versos de cuando sus señoras leían.

Huir el rostro al claro desengaño,
beber veneno por licor süave,
olvidar el provecho, amar el daño;

creer que un cielo en un infierno cabe,
dar la vida y el alma a un desengaño;
esto es amor,... quien lo probó lo sabe.


Fue todo cuanto dijo. El lobo los miró, torciendo la cabeza extrañado y sentado tras Lisena. Ella, por su parte, procuraba hacer el mínimo ruido y, no supo en qué momento de su miserable existencia se atrevió, que llevó su diestra hasta su mejilla y le acarició, el corazón galopante.
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